Mujeres (rusas) desesperadas
Marbot publica los nuevos y singulares relatos de Liudmila Petrushévskaia, una colección de cuentos oscuros sobre el amor entre el realismo crudo y las viejas narraciones orales.
Érase una vez una mujer que sedujo al marido de su hermana y él se ahorcó. Historias de amor. Liudmila Petrushévskaia. Trad. Ana Guelbenzu. Marbot Ediciones. Barcelona, 2015. 184 páginas. 18 euros.
Vamos a dar por hecho que el título del libro ofrece ya alguna pista bastante rotunda, pero por si acaso lo aclaramos del todo: no, las historias de amor de Liudmila Petrushévskaia no son lo que en algún momento, por algún oscuro motivo, probablemente a causa de un extravío semántico (de la palabra romántico, pongamos), tanta gente pasó a entender que son las historias de amor, esa especie de bisutería sentimentaloide en la que si se produce algún pequeño destello de algo parecido a una experiencia auténtica cabría achacarlo únicamente a un accidente. En este libro las historias de amor son, en realidad, historias de supervivencia, y el amor en sí, una fuerza extraña y abrasiva, que se vive con fatalidad, y a veces, pero sólo a veces, casi nunca, ilumina con energía cegadora en lugar de asfixiar y someter.
"Esa es la joya -escribe en un cuento, tras describir a un hombre patético y pusilánime- que se llevó esta mujer a su piso de un solo espacio, decidida a acabar de una vez por todas con la soledad y todo eso, pero no con energía, sino con una oscura desesperación en el alma que por fuera se manifestaba igual que el gran amor humano, es decir, con exigencias, reproches y súplicas para que él dijera que la amaba". "Hay gente que no es querida, nadie la quiere. Y esa es la cuestión, cómo sobrevivir así", comienza Petrushévskaia otra de sus cautivadoras piezas levantadas sobre una voz aparentemente imposible, entre un realismo crudo y antirretórico y los cuentos de hadas perversos, con una radical economía lingüística y una franqueza cáustica y frontal por no decir casi punk. "A decir verdad", continúa, "no es cierto que no los quiera nadie ni en ningún sitio, sólo hay que encontrar el punto donde existe una persona que, más que querer tener trato contigo, por lo menos aún no sospecha nada". ¿Cómo no querer seguir leyendo?
También dramaturga, guionista, pintora y cantante (a sus casi 80 años sigue ofreciendo espectáculos de cabaret), Petrushévskaia -de la que se publicó en 2011, en Atalanta, otra curiosa colección de relatos, Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina, en una vena más fantástica, pero fantástica en el sentido de Borges o Bioy- ejerce de gran dama extravagante de las letras rusas desde los tiempos de la perestroika, aunque escribe desde mucho antes. Pero entonces, en los años 60 de sus comienzos, su literatura estaba oficialmente "desaconsejada" por las autoridades soviéticas no sólo por la típica mojigatería comunista, sino también, podría decirse que fundamentalmente, por el opresivo paisaje político, urbano y existencial en el que transcurren muchos de sus relatos.
Los de este libro abarcan distintos tiempos, desde los años 50 hasta los 90 y casi el presente, aunque en algunos casos es difícil discernir con exactitud la época (lo cual, por otro lado, ya dice algo no muy halagador, ni para el paraíso de los trabajadores ni para la Rusia del capitalismo feroz). Pero en todos ellos, aparte de hombres, por lo general egoístas, ingenuos, necios, desdeñosos y ocasionalmente crueles y violentos, hay un rumor idéntico: el de las mujeres, abuelas, madres e hijas reventadas de vivir como mulas de carga, de cuidar a sus familias en casas con habitaciones subarrendadas en edificios hiperpoblados, de mantener a raya, con escaso éxito, las ruines querellas y envidias de los compañeros de trabajo y de los vecinos, en un ambiente de casi nula privacidad que aviva las mezquindades alentadas por la difícil subsistencia diaria. En las antípodas todo, en fin, de las disecadas estampas del noble proletariado.
Pero no se preocupen ustedes, que Petrushévskaia lo cuenta sin derramar (ni buscar) una sola lágrima, en todo caso con toneladas de fatalismo y la mueca de escepticismo de quien ya no se sorprende de nada porque ha visto mucho en la vida. No pocos de los cuentos son, de hecho, sombríamente cómicos, malévolamente irónicos, vodevilescos, divertidos. Y lo son por su magnética forma de narrar esas concisas autopsias de amores breves, aciagos, equivocados, infieles, sacrificados, pragmáticos, furtivos, rutinarios o escandalosos, esos mordaces informes de las caprichosas leyes del corazón y el comportamiento humano, con vuelo y hechuras de narración oral, con ramificaciones que a veces espesan el relato, con repentinos raptos líricos y finalmente, siempre, con multitud de giros coloquiales que lo hacen regresar a la tierra.
En muchos de estos cuentos hay historias que se cuentan dentro de una historia, como las muñecas rusas, sí. Mujeres que incluso habiéndolo perdido todo, siguen teniendo una historia que contar. Y hay también, no en todos pero sí en algunos, un soplo puramente chejoviano: esos efímeros e intensos momentos de claridad en los que un impulso, un sentimiento que empieza a nacer o a cambiar, un recuerdo que vuelve a vibrar en la memoria portando un nuevo sentido, aparece como congelado, suspendido, aislado por un instante del curso incensante y abrumador de cosas intrascendentes en las que raramente nos paramos a pensar, y que son la vida.
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