Muertos vivientes en la era victoriana
Fábulas de Albión traduce al castellano 'Una ciudad asediada', el célebre cuento de fantasmas de Margaret Oliphant.
Una ciudad asediada. Margaret Oliphant. Trad. Jon Bilbao. Fábulas de Albión (Nevsky Prospects, 2012). 232 páginas. 18 euros.
En una pequeña localidad francesa la noche ha llegado de repente en pleno día y una atmósfera densa y opresiva empuja a sus habitantes a salir de sus casas siguiendo a ciegas el dictado de unas fuerzas sobrenaturales. Una ciudad asediada, segundo título en el catálogo de Fábulas de Albión (el sello que la editorial Nevsky Prospects dedica a la literatura gótica), vierte al castellano -en traducción de Jon Bilbao- una de las obras más populares de la escocesa Margaret Oliphant (1828-1897). En este cuento de fantasmas victoriano, un género al que las mujeres aportaron su voz propia en el siglo XIX y en el que descolló sobre todo Edith Wharton, Oliphant combina la crítica social (con múltiples referencias al fariseísmo, el culto al dinero y la rígida separación de clases) con el relato espectral, el ocultismo y ciertos ecos autobiográficos, pues a esta mujer que asistió a la muerte dramática y prematura de su marido pintor y varios de sus hijos siempre le obsesionó cualquier conato de comunicación con el Más Allá.
A Oliphant la viudedad la obligó a transformar su pasión por la literatura, que cultivó desde la adolescencia, en un trabajo a destajo para sostener económicamente a una familia ampliada a sus sobrinos y su hermano alcohólico. Biografías, relatos, artículos de viajes, crónicas costumbristas, críticas literarias y todo tipo de encargos que nunca rechazaba la convirtieron en una de las autoras más prolíficas de su época. La mayoría de sus trabajos los publicó en Blackwood's Magazine, aunque esa dedicación a la revista no impidió que, según sus coetáneos, siempre diera la sensación de vivir en calma, reconocida como una excelente anfitriona que aprovechaba las horas de vigilia o los ratos en que sus invitados se iban de caza para escribir sus obras de ficción.
El sugestivo prólogo de Jesús Palacios a Una ciudad asediada nos revela la cercanía de su estilo con los de Jane Austen o Trollope, así como su mezcla de admiración y rechazo por las obras de Dickens, al que acusaba de tender al sensacionalismo en varios libros, asunto éste sobre el que escribió a menudo en las páginas de Blackwood.
La estructura de Una ciudad asediada es coral, con varias voces relatando lo ocurrido, entre las que sobresale la del alcalde Dupin, crítico con cualquier superstición. Al principio no parece haber explicación ni lógica posible para el terrible prodigio. Vivos y muertos luchan, en un combate silencioso, por ocupar esa villa de Semur situada en Francia pero inspirada en los alrededores de Londres.
El libro adquiere sus mejores resultados cuando la niebla y el misterio velan los motivos que han llevado a los difuntos a levantarse de sus tumbas. Cuando Oliphant subraya el mensaje moral y el juicio de los muertos a la impiedad de los vivos, en cambio, algo del encanto de la lectura se resquebraja.
Los fantasmas de Oliphant no se aparecen necesariamente a sus deudos sino que eligen a algunos de los seres más insignificantes en la escala social (como locos y niños) para transmitir sus ambiguos mensajes. Así, el gran tema de la obra es el dolor que comparten unos y otros al constatar la imposible comunicación con los seres amados. En ese difícil pulso entre la parábola social y la construcción de un mundo terrorífico donde no cabe la esperanza está la grandeza -pero también la dificultad para contentar a los paladares contemporáneos- de esta novela, digna abuela de nuestras actuales series de zombis y muertos vivientes.
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