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EL CINE ES UNA INVENCIÓN POST-MORTEM. Érik Bullot. Shangrila, 2015, 238 páginas. 20 euros.
Uno tiene la impresión, cumpliendo con la mejor tradición francesa, de que las películas de Bullot deben de ser como estos escritos, como esta selección de ensayos que se parecen a cartas dirigidas a amigos, es decir, donde se nota la preocupación por el lector como si este fuera alguien cercano al que hubiera que recordarle cosas bellas y medio olvidadas.
No resulta extraño así que cuando Bullot, que posee la rara habilidad de transmitir sus profundos conocimientos con entusiasmo, rebusca en la naturaleza ideogramática de la imagen del cine (simultaneidad del decir y del representar; de lo inteligible y lo sensible) en su anhelo primigenio y pre-verbal de ser la lengua definitiva, cruce en grandes trazos su historia, demostrando la insoportable flacidez de los acercamientos académicos dominantes al tiempo que rehabilita la emoción eléctrica que alimenta su funcionamiento íntimo. Bullot, que conoce bien a Eisenstein y Keaton, sabe que los planos no forman gramática alguna, sino que acogen en su superficie sensible una simultaneidad de sensaciones que se precipita en la toma siguiente, inaugurando pensamiento y sentimiento a base de choques, fuerzas inextricables que basculan en un abanico de intensidades: el cine es esa máquina de pensar y de sentir que provoca que ante la rápida sucesión de un gag de Keaton quedemos suspendidos entre la risa, la belleza plástica, el placer intelectual o la hipótesis interpretativa. Bullot, por su parte, atrae la fuerza de esta coexistencia y estas fricciones a su escritura, donde pone al fundamental cómico al lado del cineasta estructuralista y experimental Michael Snow, otro obsesivo de la máquina y el desmontaje del gag a quien ve como un redistribuidor de las piezas del puzle keatoniano. Montaje de atracciones, iluminación fulgurante.
Estos saltos mortales sin red que ejecuta Bullot -una gimnasia mental que alumbra pasadizos y supervivencias- encuentran amparo teórico en la idea de lo post-mortem, una referencia a esa sucesión constante de muertes y resurrecciones en la que anda preso el cine desde sus orígenes, continuo de crisis en apariencia definitivas que han tenido como colofón el cambio de paradigma anunciado por el digital. Pero el fin de lo indiciario encabalgado con el advenimiento del morphing no hace sacar los pañuelos a Bullot, para quien las desapariciones del cine ofrecen sobre todo la oportunidad de relacionarse de cerca con sus fantasmas, pues es entonces que salen al acecho. Ante el runrún del gorigori debido a la enésima mutación, Bullot, que no parece en esto muy lejos de Daney, Bellour o Deleuze, advierte de la repetición camuflada en la diferencia (siempre se trata del retorno espectral de la falla entre bandas que la irrupción del sonoro llevó aparejada), así como de la diferencia que atesora la repetición (el cine no hace sino renacer ofreciendo de nuevo su infancia desaprovechada y desamparada a todo aquel que quiera adoptarla). Fantasma de sí mismo, preso entre conservadores de museo y abolicionistas posmodernos, Bullot confirma al cine como el eterno muerto viviente que ejecuta variaciones de su legado alucinado: resurrecciones de relatos e historias, pero también de sus irrenunciables técnicos.
No extraña entonces que Bullot cite con cierta asiduidad en estas páginas a Lynch y sus paisajes audiovisuales donde la sincronía se disuelve y los cuerpos no ofrecen otra cosa que inestabilidad. Sin embargo, al no tratarse este estatuto de muerto-viviente, como decimos, de la lógica desembocadura teleológica de la historia del cine como progreso, sino de un trauma (en el fondo feliz) que acecha al invento desde su institucionalización industrial y narrativa, Bullot picotea especialmente entre los maestros mudos y modernos vinculando sus ensayos -asociativos, zigzagueantes y alentados por una sutil carga alegórica- a un cine igualmente lábil y atrevido que ha asumido el pedigrí poético de la imagen como jeroglífico, del montaje como multiplicación de sensaciones y del conflicto entre bandas (el ver y el escuchar) como batalla irresoluble y placentero kamasutra.
Así, junto a reflexiones teóricas y confesiones de autor (que se adaptan al perfil docente y creativo de Bullot), comparecen en El cine es una invención post-mortem algunos preciosos excursos críticos sobre importantes cineastas de los que se demuestra un agudo, y por ello raro, conocimiento. Es el caso, por ejemplo, de Stan Brakhage y su ideal estético, el de "inscribir la intensidad de la visión antes de la irrupción del verbo"; del maquiavélico Keaton, que debe tomar el poder para mantenerse en el plano; de Adolpho Arrieta, su "soñar despierto" y baraja de pares (ligero/grave, alea/control, abulia/crimen), el gran cineasta español al que Bullot sabe acercar a Cocteau, ambos como generadores de "impresiones nuevas usando monedas degradadas"; o de otro de los grandes protagonistas del libro, Raúl Ruiz, de quien se admira el potencial dimensional de su cine, su virtualidad lúdica y desasosegante, así como los efectos de la asunción daneyiana según la cual "la voz en off es el canto de las sirenas del cine".
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