Alba Molina | crítica
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Mozart en el umbral de su plenitud | Crítica
Mozart en el umbral de su plenitud. Al servicio del emperador (1788-1791)
Christoph Wolff. Trad. Ramón Andrés. Acantilado. Barcelona, 2018. 311 páginas. 20 euros.
El 7 de diciembre de 1787 un decreto de José II nombraba a Mozart “compositor de música de cámara imperial”, un puesto remunerado y con pocas obligaciones, ninguna fijada por contrato, aunque se esperaba del músico la composición de obras para el entretenimiento cortesano por el carnaval, principalmente la escritura de danzas para las fiestas que se organizaban anualmente en la Redoutensaal de la residencia imperial.
En aquel momento, recién fallecido Gluck (el 17 de noviembre), quien desde 1774 había ostentado el cargo de compositor de la corte, sólo Antonio Salieri, maestro de capilla del teatro imperial desde octubre y supervisor y director de la capilla de la corte (sería nombrado Kapellmeister tras la retirada de Giuseppe Bonno en marzo de 1788), recibió una protección oficial de parecido rango en Viena, pero sus obligaciones eran mucho más onerosas.
El prestigio de su nuevo puesto áulico insufló en Mozart un impulso creativo renovado, a pesar de que una serie de dificultades se cruzarían pronto en su camino. En la primavera de 1790 el compositor solicitó además el puesto de segundo Kapellmeister, que quería vincular a la composición de música sacra, un terreno ajeno al trabajo de Salieri, y aunque ese puesto no existía en el organigrama de la corte, a principios de 1791 el compositor recibió respuesta positiva a su requerimiento con un nuevo cargo: maestro adjunto de Leopold Hoffmann –que era el maestro de capilla de la Catedral de San Esteban–, un puesto honorífico, sin salario, pero que venía con la garantía de que sería sustituto de Hoffmann, dieciocho años mayor, en cuanto este falleciera o quedara imposibilitado para el ejercicio de sus funciones.
El musicólogo Christoph Wolff analiza en este libro los cuatro últimos años de la vida de Mozart a la luz de estos nombramientos, que habitualmente, y de forma ciertamente sorprendente, quedan marginados o son poco valorados en los relatos tradicionales sobre el compositor.
La muerte prematura de Mozart ha proyectado sobre muchas biografías la imagen de un hombre abrumado en sus últimos años por el peso de la desgracia y del fatalismo, lo que se reflejaría en muchas de sus obras postreras. Esta típica falacia retrospectiva es pacientemente desmontada por Wolff en un estudio serio y ponderado que termina con muchos de los tópicos creados por cierta literatura romántica acerca de un compositor atormentado por funestos presagios y lacerado por sus miserables condiciones de vida.
Es justo en el terreno de las finanzas en el que la argumentación de Wolff resulta más demoledora. Ningún compositor ganaba tanto dinero como Mozart. Wolff contextualiza los habituales recursos al crédito del músico y la disminución ocasional de sus ingresos en las circunstancias sobrevenidas, como la guerra contra el imperio otomano que se agravó en el verano de 1787, lo que redujo el flujo de dinero hacia la música, o la propia muerte del emperador en 1790, a lo que se unía la irresponsabilidad del músico en la administración de sus rentas, comprometidas por el incremento de los gastos asociados a su puesto como músico oficial de la corte, lo que para Mozart significaba lujo con el que mostrar su nuevo estatus.De todos modos, la tendencia a la austeridad del gobierno imperial se acomodó al deseo de preservar la actividad en Viena tanto de Mozart como de Salieri, los dos músicos más eminentes del momento con residencia en la capital.
Wolff estudia la intensa actividad del músico, como compositor e intérprete, sus notorias ambiciones, sus viajes en busca de una más amplia promoción profesional o el descubrimiento de Bach, y profundiza en los elementos estilísticos de sus partituras que anunciaban cambios en su música.
La conclusión es evidente: la enfermedad que acabó por costarle la vida (una infección estreptocócica de carácter epidémico que afectó gravemente a Viena en aquel final de 1791) no cayó sobre un hombre avejentado y abatido por el destino, sino en un músico joven y vitalista, que ni sabía que se iba a morir ni lo deseaba, sino que creía encontrarse en un momento culminante de su vida y su carrera artística, o como dijo en 1790 en una carta a su hermano masón Michael Puchberg, lleno de esperanza: “Estoy en el umbral de mi plenitud”.
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