Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
Representaciones de la montaña | Crítica
Eduardo Martínez de Pisón. Fórcola. Madrid, 2017. 616 páginas. 29,50 euros
Siempre han estado ahí y desde los tiempos más remotos la humanidad, como se deduce de los relatos transmitidos por las mitologías o las religiones antiguas, ha rendido culto a las montañas en las que muchos pueblos localizaron a sus dioses, precisamente por ser lugares inaccesibles y más cercanos a las desconocidas regiones celestiales. Pero hubo que esperar hasta el siglo XVIII, con el nacimiento de la ciencia moderna, el impulso descubridor de la era de las exploraciones y la nueva sensibilidad hacia la naturaleza, para que esa presencia casi ideal se materializara en una geografía transitable, aunque extrema, y comenzara a ser vista y recreada de un modo hasta entonces insólito, fundador de una mirada que sigue siendo la nuestra. El "sentimiento de la montaña" se configura históricamente a partir de la Ilustración, con Rousseau como uno de los grandes pioneros, y cristaliza y florece en la edad romántica, siendo por ello, aunque no carezca de antecedentes, una construcción en gran medida contemporánea. A rastrear sus hitos y características ha dedicado el geógrafo y humanista vallisoletano Eduardo Martínez de Pisón, autor de excelentes aproximaciones a la Ruta de la Seda, la imagen del paisaje en los noventayochistas o la obra de Julio Verne, siempre desde la perspectiva de su disciplina, este hermoso ensayo enciclopédico donde el también experimentado viajero recorre el reflejo de la montaña en la pintura, la música y la literatura.
Comprenderla, más allá del panorama a ras de tierra, implicaba conocer a fondo su morfología, recorrer las rutas nunca holladas y ascender a las cumbres, desde donde el famoso "caminante sobre el mar de nubes" de Friedrich contempla un mundo nuevo e incontaminado. Las Luces señalaron el paso de una consideración recelosa e incluso hostil –el viejo rupibus horridum, recrudecido durante la Pequeña Edad del Hielo– a la fascinación de los románticos que buscaron, como luego los simbolistas, la identificación de la naturaleza con los estados del alma. El suizo Horace-Bénédict de Saussure en los Alpes y el francés Ramond de Carbonnières en los Pirineos, iniciadores respectivos del alpinismo y el pirineísmo, dieron origen a una estirpe de exploradores y montañeros que inocularon en sus contemporáneos el deseo de ver de cerca –o de sentir a través de las figuraciones de los artistas– los parajes que antes inspiraban temor o no pasaban de ser majestuosos decorados. El Mont Blanc, explica Martínez de Pisón, se convierte en todo un símbolo de la estética de lo sublime y a la vez del espíritu científico, compatible con la sed de aventura y característico de las primeras generaciones de escaladores. Este es el marco del que parte el recuento de las manifestaciones pictóricas, musicales y literarias inspiradas por la montaña, lleno de interesantísimas pistas que remiten a otras y dejan constancia de las evoluciones y singularidades de una línea temática definida, cultivada por autores incontestables y por otros menores pero igualmente representativos.
La doble condición de erudito y montañero, manifiesta en otras obras del autor dedicadas a la materia, imprime a su despliegue, generosamente digresivo y no siempre lineal, con idas y vueltas en el tiempo, un tono apasionado que va más allá del análisis y convierte su ensayo, que tiene también algo de guía, en un ejercicio de devoción contagiosa. No es Martínez de Pisón un estudioso de gabinete y esta profunda implicación personal se percibe tanto en su conocimiento sobre el terreno de muchos de los escenarios de los que trata como en el tono ocasionalmente reivindicativo con el que previene, por ejemplo, contra los peligros asociados a la masificación vinculada a las estaciones termales, hoteles y balnearios, donde el turismo a gran escala puede romper el equilibrio entre el aprovechamiento económico y la conservación del entorno. En calidad de veterano con muchas décadas de experiencia, tampoco simpatiza con quienes entienden el montañismo como una disciplina meramente deportiva, vaciada de los referentes culturales de los que nació –de los que es ya indisociable– y a los que permanecen fieles los escaladores que siguen venerando las cumbres como lo que han sido durante siglos: espacios sagrados o "moradas mágicas" en los que aún puede ejercerse lo que Henry Russell, exponente de la edad heroica del pirineísmo, llamó el "arte de la soledad".
Hace sólo unos días se cumplió el centenario de la declaración, el 22 de julio de 1918, del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, hoy conocido como Picos de Europa, que fue el primer espacio protegido en suelo español y ocupa además un lugar de honor –junto a los Pirineos y las sierras de Gredos y Guadarrama– en la historia del montañismo en la península. Con algunas excepciones como la representada por el ilustrado Jovellanos, lector de Rousseau y de Bernardine de Saint-Pierre, que celebró el "oculto y venerable asilo" del valle de Lozoya, entre nosotros tardó en calar la moderna sensibilidad hacia la montaña, en buena medida iniciada por los pirineístas franceses que cruzaron la frontera hacia la más abrupta vertiente de la cordillera. A ella pertenecen cumbres ya míticas como el Aneto, en el impresionante macizo de la Maladeta, Canigó –objeto del célebre "poema geográfico" de Jacinto Verdaguer– o Monte Perdido, integrado en el Parque Nacional de Ordesa que cumple también este año, el 16 de agosto, su centenario, siendo por lo tanto el segundo más antiguo de la red española.
No será hasta la segunda mitad del siglo XIX, de la mano de Giner de los Ríos y la benemérita Institución Libre de Enseñanza, germen de tantas iniciativas encaminadas a la modernización del país, cuando sobre todo los paisajes de Guadarrama, por su cercanía a Madrid, sean objeto de una nueva mirada que destacaba los valores científicos, pedagógicos y estéticos. Es la época de las primeras sociedades excursionistas y escritores andariegos del 98 como Azorín, Antonio Machado o Unamuno –que había hablado de la "lección eterna de la Naturaleza" en una de sus estancias pirenaicas y cantó en Gredos las "cimas de silencio"– contribuyeron a prestigiar, como también Ortega, la materia montañesa. Los penibetistas de Granada o el Teide canario tienen su propia historia, pero en el imaginario no sólo geográfico de la vieja Hispania pesan más las cantábricas peñas, vecinas del "altar mayor" de Asturias, que eran consideradas –por autores como Clarín o Concha Espina– una extensión de la "espina dorsal" del Pirineo.
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