Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
Miguel Hernández y el flamenco. José Gelardo Navarro. Signatura Ediciones. Sevilla, 2011. 269 páginas.
No cabe duda de que Hernández leyó los cancioneros flamencos, tan populares en los años 20 y 30, como los clásicos del siglo XIX: Rodríguez Marín, Demófilo, etcétera. Pero esta relación va más allá que la del simple aficionado a la poesía popular: el propio Gelardo nos informa de un ramillete de poemas flamencos escritos por Miguel Hernández para ser cantados. De hecho, fue la influencia del poeta y cantaor aficionado Carlos Fenoll, al margen del ambiente flamenco dominante en el periodo en toda España, también en el levante, Alicante y Orihuela, el que marcó esta relación. Gelardo ha investigado los locales flamencos que había en Orihuela y Alicante en los años 20 y cuál era el ambiente flamenco que Miguel Hernández vivió y respiró.
El autor testimonia la afición flamenca de Miguel Hernández, su amistad con algunos cantaores, al margen de su paisano Carlos Fenoll: el Niño de Fernán Núñez, El Mamaíllo o el Algabeño, torero, cantaor y combatiente republicano. No así el Niño de Orihuela que era, en realidad, el Niño de Sorihuela (Jaén), y el autor de letras tan famosas como La luna y el toro o Torre de arena. José Gelardo, incluso, da testimonios de las letras flamencas que cantó Hernández, y de las que compuso o repentizó de su propio caletre.
Concordancias, conexiones, resonancias y otras afinidades, en ocasiones simplemente un mismo universo espiritual de fondo, el de la lírica tradicional flamenca, no sólo en su poesía, también en su epistolario, que el poeta puebla de referencias a coplas jondas y otras expresiones flamencas. Otras veces son referencias al universo del flamenco, el cante, el baile, los gitanos, lo que encontramos en su obra. Un ejemplo, en Pastor de la muerte, teatro de combate en un acto, en donde uno de los personajes canta unas coplas, Los mineros asturianos, que son una clara versión de los caracoles flamencos con letras alusivas al momento, la guerra. Son elementos que "delatan la escondida y dilatada sabiduría flamenca del poeta" (p. 192). Incluso las famosas Nanas de la cebolla tienen la medida, y tal vez algo más, de la nana flamenca, que es la nana popular al fin y al cabo. Muchos de los poemas de Hernández tienen todo un verso de extracción popular o flamenca, como demuestra la comparativa de la obra hernandiana con la poesía flamenca que es toda la segunda parte de este libro. A veces la comparación consiste en una palabra, una expresión de indudable procedencia flamenca, o, como digo, todo un verso, amén del espíritu que late en la composición.
El libro acaba con un testimonio en primera persona, realmente conmovedor. Una anécdota del autor con su padre, que coincidió con Miguel Hernández en el seminario de Orihuela, habilitado como cárcel en la posguerra, y donde escuchó cantiñear por lo bajini al poeta. Pero lean ustedes la anécdota, un prodigio de concisión y habilidad oral-narrativa, no sé si del padre de Gelardo, del propio Gelardo o, lo que es más probable, de ambos.
Acabo con un par de muestras de la poesía flamenca que Miguel Hernández escribió para ser cantada, muy poco conocida, publicada por vez primera en Chile en 1959 según nos informa, de nuevo, José Gelardo: Que yo no sé qué me pasa/si te quiero o no te quiero/si tu casa no es tu casa/ si hiela un querer o abrasa/si me matas o me muero. Nadie diga a su vecino que en la taberna murió/ un querer que enterré yo/dentro de un vaso de vino. Poesía popular que, si bien no es de una calidad literaria enorme, merecería, al menos, formar parte de su obra completa, honor que sí han merecido otras poesías tempranas del oriholano, acaso, dice Gelardo, de menor inspiración lírica. Según un testimonio, estas forman parte de unas siete letras, que reproduce Gelardo, que Hernández improviso en una servilleta de bar cuando, estando cantando su amigo el Niño de Fernán Núñez, este se quedó sin letras y Hernández las compuso para él.
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