Memorias de ceniza
Manuel Arroyo-Stephens, fundador de la editorial Turner en los primeros años 70, rememora en este libro bellísimo y hondo sus días como editor
Pisando ceniza. Manuel Arroyo-Stephens. Turner. Madrid, 2015. 345 páginas. 24 euros.
Manuel Arroyo-Stephens fundó la editorial Turner en los primeros años 70 del pasado siglo. Turner es el sello que publicó La forja de un rebelde de Arturo Barea, casi todos los poemarios de José Bergamín, y alguno de Rafael Alberti, libros de viajes por España tan canónicos como los de Richard Ford o Antonio Ponz, o clásicos en varios tomos como las Historias de Roma de Theodor Mommsen y de Edward Gibbon, además de muchos otros libros de arte, facsímiles, etc., siempre con un gusto y un cuidado exquisitos. Pisando ceniza son las memorias de este editor. Pero que nadie busque aquí anécdotas del mundillo editorial, ni flores o puñaladas a otros compañeros de oficio, ni magnificaciones falsamente modestas del propio ego deseoso de colgarse medallitas por descubrir o salvar valores literarios. Que nadie busque, por usar un título de uno de los turiferarios habituales en ese mundillo, egos revueltos. Nada de eso. Aquí hay poco anecdotario y sí mucha y buena literatura, de categoría.
Pisando ceniza se divide en seis capítulos, de desiguales tamaños. El más largo, casi un tercio del libro, cuenta la relación del editor con José Bergamín, trazando el mejor perfil que uno ha leído de tan peculiar y controvertido integrante de la generación del 27. Arroyo-Stephens tiene la habilidad de no dejarlo en un esbozo, una mera fuente de anécdotas, como tantas veces ha ocurrido con este autor (y quizá por ello, siendo uno de los más hondos poetas de su época, su impronta literaria haya quedado desdibujada, ensombrecida por sus desventuras contra Fraga y sus aventuras con los amparadores del terrorismo vasco). Retrata al hombre en su misterio y en su soledad, con una prosa que se acompasa al ritmo del viejo que se va yendo de este mundo mientras no deja de escribir, de seguir admirando la belleza femenina, de ilusionarse por ver a sus toreros más queridos, con Rafael de Paula a la cabeza, allí donde toreen.
Del misterio y las soledades de la vida sabe mucho Arroyo-Stephens. Por eso no extraña que entienda tan bien el raro mundo de la tauromaquia. En otro de los capítulos centrales cuenta la pasión, inoculada por Bergamín, y el seguimiento de grandes figuras del toreo, principalmente Paula y Curro Romero, pero también Bienvenida y Ordóñez. Precisamente donde parece estar escribiendo sólo sobre el jerezano pergeña un retrato admirable de Antonio Ordóñez, ese enorme torero que acaba lamentándose ante el editor de que su arte, pese a los Hemingway, Bergamín o Picasso, es el más triste de todos, porque muere en cuanto ha nacido, de puro efímero, y si uno siempre puede volver a las obras de los genios de otras artes, a las de los del toreo nunca se puede volver: sólo quedan sus leyendas.
Turner, antes que una editorial, fue una librería de viejo. Al mundo cerrado, endogámico, de los libreros de viejo del Madrid del desarrollismo en el que Arroyo-Stephens se inició dedica otro capítulo que sobrevuela el fácil y trillado terreno de las meras anécdotas (de los terrenos que literariamente puede pisar y los que no, como los buenos toreros, demuestra saber bastante). Las andanzas por entre las estanterías de librerías escondidas, que por entonces aún atesoraban incunables, ocupan páginas que dan a conocer a personajes de una época ida pero todavía poseedores de un inexplicable aliento de vida.
Un hermano pequeño, fallecido en un accidente de tráfico, y su madre centran otros capítulos del libro. Su madre, una irlandesa menuda y de carácter, quizá sea la protagonista soterrada de este libro autobiográfico, pues en su casa de Berrueza, donde vivió desde que se enamoró de un hijo de familia encopetada venida a menos y crió a sus seis hijos con poca ayuda, hace parada y fonda el memorialista cuando va de un lado a otro siguiendo a sus toreros predilectos, también cuando, acuciado por la muerte inminente de Bergamín, no puede llegar a una San Sebastián aislada por las inundaciones de 1983, imponiéndose, con sus monólogos y curiosidades y pullas cariñosas al hijo por quien siente debilidad, como personaje cuyo espíritu atraviesa el libro de cabo a rabo.
Cuando en su último verano Bergamín empezó una larga agonía, Arroyo-Stephens acudió a su vera para acompañarlo. Nada podía hacer, salvo asistir a la lentitud de su muerte. Por eso, el viejo escritor le pidió que volviera a Mallorca, con sus hijas aún pequeñas. El editor le dijo que llamaría todos los días. Escribe, le pidió entonces Bergamín. Escribe. Entendió que le pedía cartas en vez de llamadas telefónicas. Sólo cuando semanas después contempló el cadáver del escritor amigo, en su domicilio donostiarra, supo en verdad a qué lo estaba exhortando. Manuel Arroyo-Stephens ha cumplido con la petición del viejo poeta y ha escrito un libro de una belleza y una hondura poco habituales, que relata partes de una vida que se intuye más rica, aún más jugosa, con el dominio, el arte, de quien sabe que las páginas de un libro no merecen ser efímeras sino perdurables.
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