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Memoria y alquimia de un superviviente

El último lanzamiento de Sergio Pitol brinda nuevos argumentos a su magisterio.

Pablo Bujalance

10 de agosto 2011 - 05:00

Una autobiografía soterrada. Sergio Pitol. Anagrama. Barcelona, 2011. 144 páginas. 14,50 euros.

La concesión del Premio Cervantes en 2005 a Sergio Pitol (Puebla, México, 1933) pilló desprevenidos a los quinielistas y vaticinadores de turno. Su país natal reconoció su trayectoria de manera decisiva en 1999 con el Premio Juan Rulfo, y en España su novela El desfile del amor le hizo merecer el Premio Herralde ya en 1984; pero lo cierto es que su actividad diplomática, traducida en tres décadas de residencia en Europa (de París a Roma pasando por Budapest, Varsovia, Barcelona, Praga y Moscú, ciudad que imprimió en sus inquietudes literarias un sello que ya no remitiría), le convirtió en un escritor de ninguna parte, un latinoamericano en Europa y un europeo en Latinoamérica: por tanto, escasamente conocido en ambos mundos, al menos en profundidad. ¿Quién es, al cabo, Sergio Pitol? O, al menos, ¿en qué orilla se le puede ubicar, en qué corriente, en qué estampa crítica? Posiblemente, en ninguna. Por ser de ninguna parte, Pitol hizo de la literatura su patria, la más veraz, la reconocible, y también la más singular. Se alistó en las filas de Cervantes y esa raíz se filtró sin remedio en su obra, que comenzó a aparecer ya en su madurez (su primera novela, El tañido de una flauta, se publicó en 1972) y cuya proyección es, todavía hoy, insuficiente en correspondencia con su talla. Así que la literatura y la experiencia, como dos ases de la misma vida, se convirtieron en los baluartes de su escritura: "En todo lo que he escrito: cuentos, novelas, crónicas, hasta en ensayos, me presento por todas partes, durante más de cincuenta años de escritura estoy presente. No hay nada allí que no esté extraído de los archivos de mi vida: espacios, personajes, un niño huérfano a los cuatro años largamente postrado por la malaria, un ingenio azucarero cercado por una selva tropical, las primeras lecturas, Verne, Twain y Stevenson, la avidez por los viajes", confiesa el autor en Hacer oír, sentir y ver, uno de los relatos incluidos en Autobiografías soterradas. Y con esta tendencia natural y necesaria a escribirse, sin saberlo, estaba creando una escuela que iba ya mucho más allá de la autoficción y se encarnaba en la absoluta vulneración de las fronteras entre literatura y experiencia. Una escuela que después tendría entre sus predicadores más brillantes a Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas y Sergio Chejfec, que bebía de Sebald y Pavese pero que se hacía, claro, arrebatadamente cervantina. Pero una escuela aún en ciernes. Así que, por una vez, reconociendo una obra que comenzó a escribirse cuarenta años antes, el Cervantes premiaba una semilla, una promesa que anticipaba mejores obras en autores posiblemente aún desconocidos, un compromiso futuro que ponía la novela, el ensayo y la crítica en tela de juicio como seguramente nunca se había hecho y, de nuevo, con el mismo anhelo quijotesco: todo está por inventar. De nada sirve una novela, un ensayo o una crítica si no es para contarse. Y no importa si lo escrito deja de ser novela, ensayo o crítica, o lo es todo a la vez. En Pitol quedaba así anunciada, al fin, la literatura del siglo XXI.

Ahora, Anagrama (responsable de la edición de la mayor parte de la obra de Pitol) reúne cinco textos autobiográficos (¿relatos? ¿ensayos? ¿perfiles? ¿confesiones?) escritos en los últimos años en el volumen Autobiografías soterradas: Diario de La Pradera; el ya citado Hacer oír, sentir y ver; La coronación, el destronamiento y la paliza final; Entre la parodia y la extravagancia y Salvo el instinto lo demás son minucias. El libro incluye también, bajo el título Todo está en todo, una breve pero fecunda conversación del escritor con Carlos Monsiváis, que de alguna manera ilustra o ilumina todo lo que el mismo Pitol ha desentrañado previamente: su propia experiencia / vida / obra (habría que inventar un término apropiado para designar la materia). Aunque preciosa en sí misma, esta Autobiografía soterrada funcionará en los lectores de Pitol como un complemento idóneo para sus obras más decididamente memoralistas, El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y especialmente El mago de Viena (2005), reunidas por Anagrama en 2007 en un sólo volumen titulado Trilogía de la memoria. Se dan aquí algunos de los mismos paisajes a través de la autocrítica, la reflexión sobre el cuento como género auténtico (al que dedicó sus quince primeros años de dedicación literaria, a modo de aprendizaje), la traducción como ejercicio de creación a través del otro (Jane Austen, Joseph Conrad, Henry James, Ford Madox Ford o el quimérico Witold Gombrowicz, de quien vertió la genial Cosmos), la mera escritura como nuevo ejercicio de alteridad en clara sintonía con la traducción, la lectura de Borges como nueva revelación del idioma, la consigna del Siglo de Oro (especialmente Cervantes y Tirso de Molina) como herencia y destino, la identidad del autor a través de su obra, la consideración de los clásicos y la posibilidad actual de los mismos, la distancia como experiencia, el influjo imborrable del Doktor Faustus de Thomas Mann y otras tantas lecturas, Woolf, Balzac, Tolstoi, Hugo, Hammett, Eliot, Musil, Góngora, Dickens, Flaubert, James, Chéjov, Rulfo, Arreola y muchos otros. El resultado tiene, de nuevo, esa rara cualidad por la que el libro abraza al lector, se entrega, se comparte como una amistad largamente esperada. Éste es alimento de los clásicos.

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