Marlon Brando, luces y sombras

Cine

Varios expertos analizan la trayectoria del célebre actor en 'El método Brando', publicado por la editorial T&B.

El actor, en 'El Padrino'.
El actor, en 'El Padrino'.
José Abad

19 de octubre 2009 - 11:49

El 1 de julio de 2004, Marlon Brando moría lejos, pero que muy lejos de sus días mejores. El que fuera uno de los mejores actores de su generación, si no el mejor, un intérprete aupado a la categoría de mito en vida, un tótem casi, malvivió sus últimos años dentro de la comedia grotesca y glotona en que había convertido su existencia; los 167 kilos que llegó a pesar este buey sagrado de Hollywood sólo fueron el signo externo de una desmesura vital y, en resumidas cuentas, fatal para todo hijo de vecino. Muy pocos elegidos de los dioses logran mantener la cordura tras haber tocado el cielo con los dedos. Sea como fuere, su estrella no acaba de apagarse, tal y como demuestra El método Brando, volumen coordinado por Francisco Perales recién salido de los hornos de T&B.

El método Brando está estructurado en cinco partes que son cinco perspectivas diferentes, empero complementarias, sobre la persona y el personaje. Jesús Jiménez Varea entra en materia con una espléndida panorámica sobre aquel Hollywood que acabaría postrándose a los pies del actor. A finales de la década de los 40, el férreo sistema se estudios, tan rentable durante más de 20 años, entró en crisis a causa de una serie de advenimientos adversos: las medidas judiciales antimonopolio que privaron a las productoras de sus circuitos de exhibición, los cambios de hábito en la sociedad norteamericana y la irrupción de la TV en sus hogares. La maquinaria hollywoodiense, obligada a replantear su estrategia comercial, redujo drásticamente el volumen de su producción, al tiempo que apostaba por el "film acontecimiento" y abría sus relatos a temas otrora tabúes (el sexo, la violencia). Además, reformuló el Star System para dar cabida a nuevos intérpretes que, como Marlon Brando o Marilyn Monroe, se presentaban al público como iconos fuertemente sexualizados. Sin esos vientos a favor, el impacto de la camiseta sudada de Brando hubiera sido menor. Sin esa coyuntura propicia, en realidad, Un tranvía llamado deseo no habría sido posible.

En el segundo capítulo, firmado por Joaquín Marín Montín, se habla del Actor's Studio y del Método, de la novedad que supuso y las novedades que introdujo esta manera de actuar heredada del director ruso Constantin Stanislavski, más emocional que cerebral, más espectacular que discreta. Marlon Brando era un genuino exponente de dicha escuela y no fue causal que Elia Kazan lo convirtiera en su actor fetiche. Brando tenía lo que Kazan valoraba en un actor por encima de todas las cosas, nervio e imaginación, una intensidad y una intuición fuera de lo común, capacidad de vestir la piel del otro, de profundizar en el personaje e improvisar de manera inteligente para así enriquecer el relato. Brando era un destilado singular de John Garfield y Montgomery Clift. Con el primero compartía un parecido magnetismo animal, que encandilaba al público; con el segundo, una vulnerabilidad íntima, que avivaba su identificación.

En la tercera parte, Rafael Jover Oliver hace un recorrido, raudo añadiría, por su vida pública y privada. Y aquí nos encontramos con una infancia en una familia disfuncional, una madre siempre agarrada a la botella y un padre propenso a gastarse cuanto ganaba en juergas y prostíbulos que, posiblemente, determinaron su problemática relación con las figuras autoritarias (directores, productores) que le salieron al paso. Aquel joven halló en la interpretación una vía de fuga o un refugio, primero en Broadway, luego en Hollywood, aunque por desgracia le perdió el gusto demasiado pronto. En 1957, siete años después de debutar en la gran pantalla, Brando confesaría a Truman Capote que despreciaba su oficio; el cine, para él, era sólo dinero fácil. Esto, sin dejar de ser verdad, no era completamente cierto. El actor aceptó numerosas ofertas únicamente por las bondades del estipendio, pero incluso en sus peores filmes, de repente, hay instantes en que pone toda la carne en el asador. En un desconcertante zigzagueo entre la desidia y la inspiración, su carrera está jalonada de momentos memorables.

En la cuarta parte, Francisco Perales y J. Patricio Pérez Rufí hacen un completo recorrido, película a película, por su filmografía. Brando irrumpió con ímpetu y buen pie en el mundillo: en unos pocos años ofreció tres magníficas y muy diferentes interpretaciones para Kazan (Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, La ley del silencio) y aceptó desafíos no insignificantes como incorporar a Marco Antonio para Joseph L. Mankiewicz o metamorfosearse en un japonés en la simpática La casa de té de la luna de agosto (1956). Brando, por desgracia, no tardó en sentirse como pez fuera del agua en las confortables piscinas californianas. Esta decepción, más una indolencia innata, lo empujaron a una deriva creativa en la que los errores superaron con creces los aciertos. Para colmo, empezó a comportarse con un divismo impropio en quien se las daba de inconformista. A pesar de todo, demostró una capacidad excepcional para resurgir de sus propias cenizas. Después de una década de fracasos comerciales y elecciones poco afortunadas, el actor supo volver a la primera línea y dar muestras de su versatilidad con un par de papeles tan opuestos como el mafioso de El Padrino (1972) y el amante desgarrado de El último tango en París (1972).

En la quinta parte, Francisco Perales compara a Brando con otros actores coetáneos: Montgomery Clift, James Dean o Paul Newman, y con quienes tomarían el relevo a continuación: Warren Beatty y Steve McQueen en los años 60 y Robert de Niro y Al Pacino en los 70.

stats