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Mapas de sentidos | Crítica
Mapas de sentidos. Jordan B. Peterson. Traducción de Juanjo Estrella. Ariel, 2020. 846 páginas. 29,90 euros
En principio, el encuentro no parecía muy auspicioso. Lo primero que salta a Google en cuanto uno rastrea el nombre de Jordan Peterson, a quien yo no había leído, es que se trata de un gurú de la autoayuda, que ha vendido no sé cuántas miríadas de un pelotazo llamado 12 Reglas para la vida, que tiene un canal de Youtube con otra exageración similar de seguidores, que se había vuelto adicto al Valium después de que a su mujer le diagnosticaran un cáncer, que no levantaba cabeza, que andaba recluido en un sanatorio ruso luchando por rehabilitarse. Si a eso añadimos que, salteando otras informaciones aparecidas aquí y allá, el tipo resulta ser una especie de icono de la derecha por sus ataques al pensamiento inclusivo y el feminismo de última ola, la cosa se enturbiaba aún más: ¿quién iba a atreverse, después de semejante currículo (que la edición española omite piadosamente) a endilgarse un mamotreto de más de ochocientas páginas sobre una mezcla confusa de neuropsicología, antropología, filosofía y palabrería pura y simple, en la ambición, confesa en algunas de sus páginas, de desentrañar drástica y definitivamente el misterio de la existencia humana y despejar las incógnitas de la moral, el arte o la religión? Lo más probable es que el lector pasara de largo silbando hacia otro lado. Y cometería un craso error: porque Maps of meaning (que el traductor español ha vertido incomprensiblemente con un plural de más: Mapas de sentidos) es un libro absorbente, apasionante, álgido, yo diría que imprescindible.
Nos encontramos ante una de ese tipo de obras totalizadoras, en forma de tapiz o mandala, que tan nervioso pone al especialista y que, como en un juego de mecano o un puzle gigante, se distrae en yuxtaponer piececitas de las más diversas procedencias (cuanto más diversas, mejor) para ofrecer, una vez contemplado el resultado con dos o tres pasos de distancia, una imagen que no esperábamos, más nítida y grandiosa por lo general que el material de que se compone: los antecedentes de esta clase de mamut, que forman casi un género en sí mismo, pueden ir desde La Decadencia de Occidente (que también fue saludado, por cierto, como "el producto de un diletante muy bien informado"), pasando por Armas, gérmenes y acero o Colapso (todos los de Jared Diamond) y las síntesis de Jung o Campbell, hasta las revelaciones de sesgo esotérico de Hancock y Temple. Digo esto último porque, a pesar de la brillantez más que manifiesta de la exposición de Peterson, y la cantidad de datos estimulantes que contiene, el conjunto no se salva de cierta retórica de supermercado que inclinará la ceja del lector más académico: existen generalizaciones, es verdad, que punzan un poco a la altura del estómago, por no hablar de los ejemplos infantiles y ese tipo de esquemas preceptivos en las sesiones de coaching, pero ninguno de esos detalles menores invalida, creo, el núcleo central. Se trata, y se puede decir sin empacho, de toda una teoría general sobre la conducta humana, los sistemas de creencias en que se basa y las construcciones culturales que de ellos dependen.
El libro aborda muchos temas: el agradable mareo que esa ensalada o cóctel genera en el lector es una de sus sensaciones más conseguidas. El punto de partida es cerebral: el ser humano consiste en una especie dotada genéticamente para atender a la novedad, para responder a cualquier situación inesperada que se presente en la sabana de nuestros ancestros; esa novedad es tenida a la vez por catástrofe y por promesa, porque invita a algo nuevo a la vez que amenaza con desbaratar lo que conocemos; haciendo uso de sus facultades neurológicas, distribuidas en los dos hemisferios del cerebro de modo que (grosso modo) unas correspondan al análisis y otras a la síntesis, ayudado por su capacidad de mímesis y comunicación, el humano irá ensayando diversas estrategias para dominar lo desconocido que cristalizarán en una serie de movimientos estereotipados; esos movimientos, reproducidos por las generaciones posteriores, en ausencia de escritura, generarán el ritual; el ritual producirá una explicación indirecta, irracional todavía, porque el hombre es una criatura que exige respuestas aun en ausencia de la capacidad de formularlas explícita y abstractamente; esa explicación indirecta será narrativa, porque la primera estructura de sentido que el hombre produce (aquí resuenan Vico, Herder, Cassirer) es la fábula, y la fábula es mito; el mito, junto al ritual, generan la religión; la religión da valor a las cosas, divide el universo en bueno y malo, dependiendo de aquello que se muestre favorable a nuestra capacidad de exploración o aquello que lo repela; la religión produce arte; el arte, final y hegelianamente, una vez que la cultura se ha desarrollado de forma plena, produce la autoconciencia de la filosofía y la ciencia.
He empleado un adverbio que quizás constituye la crítica más básica que podría hacerse al esquema de Peterson: hegelianamente. Pues, en efecto, haciendo caso omiso de la filosofía francesa del último medio siglo, él considera que la evolución de la humanidad sigue un decurso lineal y que, al estilo de la antropología de Tylor, las culturas pueden clasificarse en más y menos dotadas dependiendo de lo que tarden en subirse a ese tren. Lo dicho para las culturas vale también para el desarrollo personal del individuo: porque, al estilo de Jung (al que también se cita con profusión), aquí filogénesis y ontogénesis coinciden y el proceso por el que el sujeto logra su personalidad reproduce aquel por el que la civilización en que vive alcanza sus mayores logros y la plena posesión de sí. Pero vuelvo a repetir que todo esto son manchas menores, que salpican las márgenes del texto antes que su meollo: un intento francamente impresionante, arrebatador en ocasiones, por explicar el mundo humano en su conjunto y el lugar que el individuo ocupa en su interior. Una clase de libro que entraña tantos riesgos como sorpresas, y al que, comprensiblemente, pocos se atreven en los tiempos que corren.
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