La sobriedad más jonda y racial

En la muerte de Manolete

Una imagen del bailaor granadino Manuel Santiago Maya (1945-2022). / M.G.

El hecho de colaborar desde sus inicios en el Festival de Jerez, con sus célebres cursos, me dio la oportunidad, entre otras cosas, de conocer a ras de suelo a los más grandes maestros y maestras del baile flamenco. Maestros y maestras de verdad, no solo de los que enseñan pasos ante la cámara de los teléfonos para verlos luego replicados y multiplicados en los más recónditos rincones del planeta.

Maestros muy diferentes los unos de los otros, procedentes de una generación que poco a poco va desapareciendo dejándonos cada vez más huérfanos y con menos hilos en la ya delgada costura que nos une a la tradición y a la cultura flamenca.

Aún recuerdo con añoranza las fantásticas clases de coreografía del maestro Granero, o las pocas que nos hizo el honor de impartir Mario Maya (a él no le gustaba mucho enseñar), cuando me llega la noticia de que Manolete tampoco estará ya más con nosotros.

En sus años de bailaor, cuando lo veías en el escenario, Manolete era inmenso, preciso, estético, de una belleza racial difícilmente explicable. Siempre impecablemente vestido, derecho y flexible como un junco, su cabeza era la de un faraón (o la de l mismísimo Jesucristo, según bailara por cantiñas o por seguiriyas, y sus pies musicales eran capaces de recorrer una y otra vez el escenario dialogando sutilmente con la tierra, sin herirla jamás.

En el teatro Villamarta bailó en diferentes ocasiones dentro del Festival: en 1998, en 2000 (año en que también bailó en la Bienal de Sevilla, en compañía de El Güito), en 2002, 2004… De todas las veces que lo vi bailar, recuerdo especialmente una actuación suya en una gala que compartía con otra grande del baile: Milagros Mengíbar. La geometría perfecta de sus movimientos –sobre todo en esa alegría y esa farruca inolvidables– y su sobriedad jonda, nos hicieron brotar del alma más oles que los que nos han dejado algunos festivales o algunas bienales completas.

De tú a tú, en la calle, Manolete era un hombre pequeño, pero hecho de pura fibra y no menos grande en dignidad que en el escenario. Un hombre de pocas palabras y muchos bastones pues cada año, al llegar a Jerez, se compraba uno, a ser posible con empuñadura de plata, para que su rebaño no perdiera el compás… y, por qué no, para presumir por la calle.

A mí me gustaba sentarme en un rincón a observar alguna de sus clases, o sentarme con él algún rato al acabarlas. Nunca dejó de maravillarme cómo ese bailaor, racial donde los hubiera, criado en las cuevas del Camino del Monte granadino, donde tenía que atraer la atención de los turistas para poder comer, hablaba de disciplina, de técnica y de rigor, y predicaba con el ejemplo.

La disciplina de escenario probablemente la aprendió de figuras como Antonio Gades, con el que trabajó durante unos años, pero pronto la tuvo también como su santo y seña.

Porque, por mucha competencia que hubiera en los escenarios, Manolete no renunció nunca a la contención y a esa expresión sobria y verdadera que para él era el baile flamenco.

Que descanse en paz, y ojalá se reúna pronto con todos los compañeros y compañeras que ya estarán bailando en el cielo.

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