Maestro del ensayo en miniatura
SI algo bueno tiene el hecho de morirse, sobre todo a la más que respetable edad de 103 años, es que por fin dejan a uno de zarandearle de aquí para allá. Se terminan los homenajes, las mesas redondas y los forzados bolos literarios, que casi siempre cobran otros y padece el protagonista. Junto a los pregones, los homenajes en vida tienen cierto punto sádico. Llevados al extremo son una auténtica tortura. Francisco Ayala, el eterno escritor en su siglo, que había rebasado ya la centuria, acaso por su vieja costumbre de llevar la contraria con una sonrisa incluso a tan insigne título, con el que, por cierto, bautizó una de sus más notables recopilaciones de artículos, vuelve de nuevo a ser lo que siempre fue: tan sólo un escritor. Lo que era desde los 19 años, cuando publicó su Tragicomedia de un hombre sin espíritu y comenzó, sin sospecharlo, a construir un inmenso legado que con el paso de los años se antoja ciertamente excesivo. Una trayectoria en la que su etapa como recurrente personaje público es apenas un suspiro. Porque Ayala, como todos los escritores que lo son de verdad, se pasó la mayor parte del tiempo solo, ante un cuaderno o una máquina de escribir. Poniendo en orden el mundo. Tratando de comprenderlo. De otra forma no hubiera podido dejarnos una obra tan extensa. Sus desvelos intelectuales, en general, exploraron dos senderos distintos y complementarios: el de la ficción, principalmente bajo la influencia de las vanguardias de inicios de siglo, que fue el tiempo de su generación; y el del ensayo, donde destacó por su enorme versatilidad, su fino estilo y su notable capacidad de concisión.
Rasgos forzosamente necesarios para cultivar el arte que inventara Montaigne cuando en 1580 decidió dar a la imprenta sus célebres Essais. Un género que en español fijan Miguel de Unamuno y los mexicanos Alfonso Reyes y Octavio Paz, entre otros.
En el que es necesario ser capaz de explicar de forma simple lo complejo. Si su primera etapa estuvo marcada por la figura de Ramón Gómez de la Serna y los eternos nombres del 27, la segunda, trazada sobre todo en el exilio porteño -Buenos Aires, la bendita embajada de la literatura en español gracias a editoriales expatriadas como Losada o Emecé-, respira los aires del titán intelectual que fue Ortega y Gasset. Ya saben: el único filósofo español -al menos desde el punto de vista de los alemanes- que hizo de la tribuna de los periódicos su púlpito casi diario y de la Revista de Occidente su mejor herencia. Inspirador de una concepción de la filosofía en español que no renuncia a la pedagogía y que pretende sacar las ideas a la calle. El mejor Ayala es hijo directo de esta estirpe. Alguien capaz de pensar cuando escribe -algo nada común; no se crean- y que, en lógica inversa, si piensa bien es porque escribe mejor. Cierto es que la suya fue una carrera fragmentaria: osciló entre la reflexión del individuo frente al poder y materias como la libertad, la política, la sociología, la literatura o la teoría de la creación artística. También el periodismo, al que dedicó su discurso de ingreso en la Academia -La retórica del periodismo y otras retóricas-, donde glosa los males de una profesión que ha perdido el Norte. En todas estas incursiones ensayísticas late el mismo espíritu libre y cierta sensación de desamparo del hombre frente al mundo, algo que le emparenta para siempre con Cervantes, padre del gran antihéroe de la novela moderna.
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