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De la lluvia al torrente

Lluvia fina | Crítica

Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), este martes durante su visita a Sevilla. / Belén Vargas
Javier González-Cotta

19 de marzo 2019 - 20:57

Lo que Luis Landero cuenta en Lluvia fina no es nada extraordinario. A menudo una familia no es otra cosa que el cajón de un secreter falto de luz. Dentro se amontonan rencores, oprobios, ofensas que un día parecieron cosa pequeña. Pero, como dice el autor, cuidado con las cosas pequeñas o que nos parecieron pequeñas en su momento.

La madre, su yerno Horacio, sus hijos Sonia, Andrea y Gabriel, y su nuera, la indispensable Aurora, conforman este corifeo de tragedia. No por comunes, no por burdos (salvo lo que averiguamos en páginas finales), los hechos que aquí se cuentan no son más graves o escandalosos que los que podrían ocurrir en cualquier familia, no importa si de alta clase o de si clase media baja, como es aquí el caso.

Luis Landero vuelve a demostrar, sobre todo en esta novela poco o nada ensoñadora, que lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. La narración fluye conforme otro de los etiquetajes que han acompañado al autor desde sus inicios.

Portada del libro. / D. S.

Nos referimos a la taracea cervantina que tienen sus novelas. En este caso, los diálogos (que son como subrogados, mientras que lo que se cuenta se vuelve a contar a un tercero), dan a esta pieza un sello peculiar, un modo chejoviano al que también alude el autor. Aun así, a ratos redescubrimos el prosaísmo feliz, el Landero cervantino de siempre. Todo se narra como agua que fluye, a ratos remansada y a ratos más voraginosa (adjetivo del autor). Y todo suele reflejar belleza y sugerencia, lo que confirma la idea que ya intuíamos antes de abrir Lluvia fina. Esto es, que estamos y que seguimos estando ante el mismo gran narrador que descubrimos en aquella primera hora de Juegos de la edad tardía.

El idealismo, el escape landeriano hacia la fuga lo representa aquí Andrea, rockera frustrada entre otros anhelos pasajeros. Pero la bronquedad atenúa la chispa. De Aurora, consuelo y paño, nos quedará su última imagen, su estampa más fugaz. A menudo lo fugaz es otro nombre de la eternidad.

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