Luces y sombras de una exposición
Arte
La muestra 'Casa de Alba' incluye valiosas obras, que sin embargo se muestran en un recinto donde no pueden brillar con luz propia
Museo de Bellas Artes (Plaza del Museo, 9), Sevilla. Hasta el 10 de enero.
A la entrada de la sala, a la derecha, un cuadro de Andrea Vaccaro es buen presagio del valor de la muestra. La fuerza y sensualidad de la Magdalena penitente (en la estela de Caravaggio) compite con la maestría de la elaboración pictórica. En la diagonal opuesta, otra obra excelente. La Verdad, que Francesco Furini, según el antiguo mito, pinta como una joven desnuda que ha roto su máscara. Ambos cuadros rivalizan entre sí y con los dos retratos del gran duque de Alba: Tiziano le da el aire resuelto del príncipe militar italiano, mientras Rubens, dos décadas después de la muerte del duque, lo trata (siguiendo un grabado flamenco de 1581) en ropa civil aunque sin rebajar el talante del duro gobernador de los Países Bajos.
Las cuatro obras sobresalen entre las expuestas como en la segunda sala destacan muy por encima de las demás los dos cuadros de Goya, La duquesa de Alba de blanco y La Marquesa de Lazán, y el autorretrato de Mengs. Pero estos dos últimos se aprecian con dificultad, al estar recluidos en rincones opuestos de la sala. Los tres cuadros exigen espacio para ser debidamente apreciados, pero eso se cumple sólo en el retrato de la Duquesa de Alba. Los otros dos aparecen sobre un estrecho paño de pared y en excesiva proximidad a otras obras con interés histórico pero muy inferiores artísticamente. Algo parecido ocurre con los paisajes holandeses de Jacob Ruysdael y Van Goyen, situados, como de paso, entre ambas salas.
En la tercera y última sala las cosas se complican aún más: un pequeño Fantin Latour, Florero, casi un poema visual de admirable realización pictórica, llega a perderse entre los grandes retratos famliares, algunos nada afortunados.
Puede que una exposición de estas características deba mostrar, junto a las grandes obras de la colección, piezas que, como documentos, dan cuenta tanto de la historia familiar como de las sucesivas adquisiciones de la colección. Pero habría que diferenciar bien los tres niveles. Así, se valoraría por una parte la importancia artística de la colección (con los cuadros reseñados y algunos otros que aparecen en el catálogo), por otro lado se daría cuenta de la historia de la familia y su relación con artistas de la época, y en tercer lugar, se informaría de las adquisiciones, siempre significativas, aunque a veces fallidas, como es el caso de La Última Cena que no hace precisamente justicia al taller de Tiziano. No hubiera estado de más añadir a la muestra informes sobre obras destacadas (como La Venus del espejo) que pertenecieron a la colección y por diversas circunstancias la abandonaron.
Claro que todo esto era imposible hacerlo en las salas de exposiciones temporales del Museo de Bellas Artes. Sus reducidas dimensiones, empequeñecidas aún más con el extraño color de fondo, hacen que las obras se acumulen impidiendo que cada una brille con luz propia. Una muestra como ésta exigía un recinto que permitiera ver con rigor las obras más destacadas y diera cuenta de la historia de la casa de Alba y de la colección, incluyendo los esfuerzos republicanos para salvar las obras del incendio provocado por el bombardeo franquista durante la Guerra Civil, y el empeño posterior de la familia para reconstruir el palacio de Liria. De todo ello, ciertamente, da buena cuenta el catálogo.
El esfuerzo de los responsables y técnicos del Museo de Bellas Artes por albergar la muestra merece sin duda la mayor alabanza. Los grandes cuadros de la colección abren sugerentes diálogos con los fondos del museo. El problema está en que las administraciones siguen sin resolver los múltiples problemas de la pinocoteca sevillana. A la cesión del Palacio Monsalves no ha seguido ninguna iniciativa práctica de su habilitación y acondicionamiento. A la falta de espacio se añaden las deficiencias de organización: carencia del necesario escáner y de un eficaz servicio de guardarropa, falta de los servicios precisos para que quien se ocupa de la librería no tenga que cerrarla porque debe ocuparse de otros menesteres antes que atender a los clientes. Todo esto sugiere la necesidad de una rigurosa organización del Museo para que disponga del personal suficiente y para que se reconozca debidamente el esfuerzo de quienes desde hace años hacen lo imposible para mostrarlo dignamente. Puede que este no sea el mejor momento para pedir soluciones, pero estos problemas existen desde mucho antes de que soplaran vientos de crisis. El stand by dura demasiado tiempo.
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