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Louise Bourgeois: el enigma de la espiral

Tiempos de arte. Entrega V

El crecimiento interior, el testimonio de un 'yo' que fue capaz de elevarse sobre sus propias ruinas, contituye un elemento central de la poética de la artista franco-estadounidense

Escultura de Louise Bourgeois fechada en 1986. / D. S.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

03 de septiembre 2019 - 06:00

En la pequeña escultura de Louise Bourgeois, fechada en 1986, una estilizada mano de mujer acuna el cuerpo de una joven que surge de una espiral. Serpiente arcaica o torbellino de barro, la espiral, sin embargo, parece nacer de los cabellos de la joven. ¿Se quiere decir con ello que la joven se ha hecho a sí misma, en un peregrinaje incierto, pleno de avances y retrocesos, como ocurre en la espiral? ¿Por eso la mano de mujer acaricia y parece admirar el cuerpo de la joven? ¿Es esa mano la de la artista o viene ésta representada por la muchacha que se ha hecho a sí misma? ¿Es este el secreto del arte: a la vez que construye la obra conforma al autor?

Son algunas de las preguntas que suscita este trabajo de Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010). En él aparece una forma reiterada en su poética: la espiral.

La familia de Louise Bourgeois poseía un taller de restauración de tapices históricos: Gobelinos, Aubusson, Beauvais. Era entonces (primer tercio del siglo XX) un buen negocio. Herederos de viejas estirpes necesitaban vender e instituciones y familias burguesas ansiaban comprar. Ese mercado exigía manos expertas que restauraran fragmentos gastados por el tiempo o repusieran trozos cortados por manos puritanas. Bourgeois se incorpora al negocio familiar.

Una mujer contempla 'La pareja', una obra de 2003. / D. S.

En parte por su hábil dibujo, útil para la restauración, y en parte porque debía cuidar a su madre que nunca se repuso de la gripe llamada española. Para garantizar la restauración y la fijación de los colores eran precisas aguas ricas en tanino para sumergir en ellas el tapiz. Después había que retorcerlo a cuatro manos hasta que la forzada espiral expulsara totalmente el agua. Bourgeois recordaba este esfuerzo para extraer el agua del duro tejido del tapiz y decía que la escultura consistía en eso: retorcer y exprimir la materia.

Bourgeois se aparta así de la tradición. Miguel Ángel creía que la más bella forma que pudiera pensarse ya estaba contenida en la piedra y la sacaría a la luz la mano cuidadosa que obedeciera a la inteligencia. Bourgeois desconfía de esta intuición y prefiere forzar la materia cuyo fondo permanece oculto. Para ese quehacer es preciso primero volverse al interior. Las esculturas de los años 60 van en esa dirección. Modelan el interior como espacio de elaboración. El Hada costurera hace pensar en alguien que teje su personalidad sin desechar hilos heterogéneos aunque parezcan desafinar. Este cultivo del interior tiene temple femenino: el sexo viril, el falo titulado Fillette con el que Mapplethorpe retrató a la autora, es meramente exterior.

Otra de las piezas de la artista. / D. S.

El cultivo del interior tiene que ver con la memoria. Habitación roja es una de las instalaciones (celdas) de Bourgeois. Comprende el cuarto de los padres y el de los niños. En aquél está la cama de los padres, con su potencial psicoanalítico, pero Bourgeois insiste sobre todo en los relojes de arena y los carretes de hilo de la habitación de los niños. Son signos de la memoria: buenos recuerdos, malos, perturbadores o detestables, son los nuestros. Construir con ellos el propio pasado es una difícil elección: no es tarea grata, pero sí fértil.

En ella, el orgulloso yo debe medirse con los parajes inhóspitos de su historia. Creo que ese es el atractivo de esas instalaciones que Bourgeois llamó celdas. Se suelen explicar a partir de tópicos psicoanalíticos o de la historia personal de la autora, pero el filo de estas obras, como sugiere Mieke Bal, consiste en que son espacios del yo en los que, sin embargo, el yo rastrea sus zonas oscuras. El trabajo de la memoria no es en verdad sencillo. Pero en ese trabajo el individuo no está solo, al menos así lo sugieren dos potentes símbolos de Bourgeois.

Una de las 'celdas' de la artista, 'Habitación roja. El cuarto de los niños'. / D. S.

El primero, las manos. Señalan la presencia del otro. Pueden acoger o rechazar, pero las manos son signo, para el niño, de aprendizaje y orientación, y para el adulto, de cooperación, en ambos casos cargados de afecto. El individuo nunca se construye en soledad.

El otro símbolo es La araña. En rigor no está separado de las manos. La araña, como la madre, protege, pero también guía al trazar los espacios domésticos con sus incesantes tejidos cuya geometría puede siempre sorprender porque a veces lanza un hilo en una dirección hasta entonces descartada. La araña enseña a tener en cuenta lo otro.

Todo este trayecto de un yo que se forma sobre su propia ruina, que crece sobre cuanto inicialmente descartó, que vuelve una y otra vez sobre pasados que quisiera olvidar y sobre futuros que un día echó a un lado, se concreta en las figuras en forma de espiral de Louise Bourgeois. Como la fechada en 2003, La pareja. Tal vez cualquier relación que pueda llamarse honda ha de brotar de un sinfín de idas y venidas, encuentros y desencuentros, como sugieren las dos espirales que forman los cuerpos de estos extraños amantes.

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