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Louise Bourgeois, emoción y memoria

El Guggenheim de Bilbao expone las 'Celdas' de Louise Bourgeois, una serie que la artista trabajó durante casi dos décadas y que posee la perturbadora belleza de su obra.

1. Un hombre observa la 'Celda I'. 2. 'Celda VII', otra de las piezas que se expone. 3. 'Dentro y fuera', reflexión sobre la histeria masculina. 4. 'Red Room (Parents)'. 5. 'Choisy', recreación de la casa familiar. 6. Jerry Gorovoy, asistente de Bourgeois, el pasado jueves en Bilbao. 7. Francisco González, presidente de la Fundación BBVA, la comisaria Julienne Lorz y Rafael Pardo, director de la Fundación BBVA, escuchan las explicaciones de Gorovoy.
Braulio Ortiz Bilbao

20 de marzo 2016 - 05:00

Pocos autores han entendido con la clarividencia y la pasión de Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010) la suerte de exorcismo que supone la creación, la profunda ligazón que ésta tiene con la vida. "El arte es una garantía de salud mental", anotaba en sus obras esta mujer que a lo largo de décadas de trabajo reunió la valentía para dar forma a sus miedos y ahondar en las zonas turbias del alma. De su afán por encararse a sus monstruos, de la asombrosa capacidad para no acomodarse y seguir planteando propuestas desafiantes para el espectador, deja constancia la nueva muestra que le dedica el Museo Guggenheim de Bilbao. Louise Bourgeois. Estructuras de la existencia: las celdas, que puede verse hasta el 4 de septiembre, reivindica a través de 28 de sus célebres Celdas el legado de una mujer que tradujo su batalla personal con el recuerdo en una de las experiencias artísticas más complejas y emocionantes del último siglo.

Procedente de la Haus der Kunst de Múnich y patrocinada por la Fundación BBVA, la exposición, comisariada por Julienne Lorz y Petra Joos, recorre las monumentales piezas en las que Bourgeois reinterpretaba sentimientos universales como el temor al abandono, el deseo o la búsqueda de la identidad. Unos espacios arquitectónicos que la artista desarrolló entre 1991 y 2008, siguiendo la estela que marcaría la precedente Guarida articulada (1986), y en los que se respira el dolor y la confusión de estar vivo. "Louise empezaba una obra con las emociones, no le interesaba el concepto, no tenía ninguna filosofía, lo que le atraía reflejar era cómo se sentía en un momento determinado. Su producción era como un diario, como un polígrafo", sostiene Jerry Gorovoy, asistente personal de Bourgeois y presidente de la Easton Foundation.

Desde las primeras Celdas, que Bourgeois realizó en 1991 para el Carnegie International de Pittsburgh y que se agrupan por primera vez desde entonces gracias a esta muestra, Bourgeois canaliza sus sentimientos en una terapia descarnada. "I need my memories. They are my documents (Necesito mis recuerdos, son mis documentos)", se puede leer en el bordado de la cama de una de las instalaciones.

Bourgeois componía sus grandiosas estructuras -el traslado en 1980 a su amplio estudio de Brooklyn le permitió pasarse a las grandes dimensiones- con materiales que encontraba en la calle, como las puertas de unos juzgados que utilizaría en Red Room o un depósito de agua que retiraron de su tejado, que encierra la particular escenografía de Precious Liquids. Pero a esos elementos sumaba las referencias a su propia biografía: hilos y agujas remiten al taller de tapices que poseía la familia; vestidos antiguos o tarros que albergaban sanguijuelas recrean la muerte por gripe española de la madre -la tejedora, la araña-; la intuición de unos cuerpos entrecruzados ante las miradas ajenas, como en la espectacular Pasaje peligroso (Passage Dangereux), aluden a la traición del padre con la institutriz de Bourgeois, un capítulo al que la artista volvería una y otra vez.

En Choisy, reproduce la maqueta de la casa en la que se crió y sitúa ante ella una guillotina, como si necesitara deshacerse de ese bagaje. "Algunos estamos tan obsesionados con el pasado que morimos sepultados por él", escribió en una ocasión Bourgeois. "Ésta es la actitud del poeta que nunca encuentra el paraíso perdido y también es la del artista, que trabaja por motivos que nadie es capaz de comprender. Puede que lo que ambos intenten sea reconstruir algún elemento del pasado para así exorcizarlo, razón por la que el pasado tiene, para muchas personas, un enorme poder y belleza", diría la artista en un texto autobiográfico que saldría en la publicación Artforum y recogería más tarde el libro Destrucción del padre/Reconstrucción del padre (Editorial Síntesis), y en el que la creadora concluiría: "Cada día has de abandonar el pasado o aceptarlo. Si no lo puedes aceptar, te conviertes en escultor".

Pero esta catarsis no habría pasado a la historia si no fuera por el inmenso talento de Bourgeois, la primera mujer a la que el Moma dedicó una retrospectiva, que supo labrarse una trayectoria ejemplar y reinventarse probando los más diversos lenguajes artísticos y desde la más absoluta independencia. "Asociarme con otras personas no es algo que me sea de gran ayuda; en realidad, no me ayuda. Lo que sí me sirve es darme cuenta de mis propias incapacidades y exponerlas", dijo.

En su discurso, entre la sutileza y el espanto, nada resulta explícito y afloran los secretos y las pulsiones indescifrables del ser humano. Hay aberturas, espejos y cristales -a menudo empañados- que invitan a observar, pero nunca se muestra más de lo debido. En No Escape, dentro de una escalera hay dos esferas que no se ven, pero que para Julienne Lorz simbolizan la información oculta que todos cobijamos. En Red Room (Parents), Bourgeois reconstruye la estancia de sus padres, atraída por el misterio de lo que ocurrirá dentro, y agujerea las paredes para que el espectador asista a esa intimidad y se convierta en voyeur. En In & Out, la autora, interesada en traspasar los límites impuestos por las cuestiones de género, se rebela contra la percepción de la histeria como algo propio de la condición femenina y coloca en tensión un torso masculino. Bourgeois se mueve en los estados intermedios, entre el placer y el dolor, entre la oscuridad y la sanación que supone el arte.

Ella, la tercera hija de un hombre que deseaba un varón, arregló las cuentas con su progenitor en la bestial La destrucción del padre (1974), la obra que cierra la exposición del Guggenheim, en la que la creadora moldeó en látex, a partir de paletillas de cordero y muslos de pollo, la imagen de un desagravio: una escena en que los hijos desmiembran al padre. "Mi escultura me permite reexperimentar el miedo, concederle una entidad física, de tal modo que soy capaz de eliminarlo", aseguró en una entrevista. En esa encarnación de sus temores, de sus fantasmas, el observador no puede sino sentirse reconocido.

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