"Llevamos mucho con la misma canción; ya toca un poquito de 'punk"
Rafael Reig. Escritor
'Todo está perdonado' cuestiona los cimientos de la Transición, "una fiesta a la que la mayoría de la gente no fue invitada"
Todo invita a pensar -incluso aunque la muerte de las ideologías no hubiera sido ficticia- que el mundo se podría dividir entre los que comprenderán a Charito y los que no. Ella es el personaje más hondo, magnético y sensual, la piedra angular del relato con el que Rafael Reig obtuvo el Premio Tusquets. Desde la mirada de la chacha de la familia-emporio Gamazo, que como todo punto de vista no es sólo una elección narrativa sino también moral, construye el escritor asturiano una divertidísima novela que no ahorra cargas de profundidad en sus reflexiones sobre la historia reciente de España.
El autor de Sangre a borbotones y Manual de literatura para caníbales juega con los géneros -de las torrenciales sagas familiares a la distopía estrambótica, del noir autoparódico a la crónica futbolística- para conseguir, según admite, la novela-de-largo-aliento que faltaba en su carrera. "Es que nos contentamos con hacer una cosa complaciente, que tenga un poquito de éxito, que guste a amigos y novias, no nos atrevemos a hacer algo serio; como mucho aspiramos a hacer algo parecido a Vila-Matas, que ya son ambiciones cortas", dice este escritor habituado a callarse pocas cosas. No ha roto la costumbre con Todo está perdonado, cuya tesis, incómoda para muchos a izquierda y derecha, es que "quienes ganaron la guerra se encargaron de garantizar que sus hijos ganaran la paz".
-Muchas de sus ideas sobre la "Inmaculada Transición" son impopulares en estos momentos. ¿Escribió la novela como un desahogo?
-Desahogo no, invitación a la rebelión. Mi novela es política, pero no mucho más que las de Philip Roth o de Paul Auster, sólo que las de éstos están a favor de la ideología dominante y casi ni se les nota. Yo me pregunto si hay algo más político que escribir pura literatura. Me repugnaría escribir literatura como una de las bellas artes, como un adorno, como algo que no trata de lo que a todos nos concierne.
-¿Qué debería haber ocurrido en la Transición para que hoy se sintiera usted un poco más satisfecho?
-La Transición delimitó el tamaño de la democracia a la que nos hemos resignado. Y acotó de qué se podía o no discutir. Por poner un ejemplo tonto, no es discutible la monarquía. Por lo tanto estrechó los límites de la democracia. Los que protagonizaron la Transición se han hartado de decirnos que trajeron la democracia y que hicieron no sé qué, y eran tipos de entre 30 y 40 años que ocuparon todos los espacios de poder. En el periodismo, en la universidad, en la empresa, en la política. En todos lados. Y ahí siguen. Nos han estado poniendo la misma canción durante muchos años, yo creo que ya es hora de hacer un poquito de punk y que la música les suene rara y chirriante porque tienen una piel muy sensible. Es todo muy extravagante. No es raro que las personas que nacimos en los 60 y no protagonizamos la Transición, y no nos beneficiamos de ella, digamos ahora: oye, por lo menos no me vendas la burra.
-En su novela, quienes están abajo son muy conscientes de que están abajo, y los que están arriba están tan arriba que ni siquiera saben que están arriba: creen que son clase media. ¿Se identifica con lo que podríamos llamar el rencor de clase?
-No, porque soy básicamente un niño bien. Pero la colonización llega hasta eso. Un sentimiento tan justo, tan legítimo, hasta tan noble y transformador, una energía tan creativa como es el deseo de no estar abajo y no ser avasallado, eso el lenguaje del poder lo contamina llamándolo resentimiento. Un sentimiento malo. Pero ese rencor es una energía positiva y hay que tenerla en cuenta.
-¿Cómo de lejos está la España de hoy de la de Cánovas, ese país "repartido entre 200 familias"?
-En España siguen mandando 200 familias. Son todos primos.
-¿Cuándo va a dejar de tener sentido la discusión sobre la Transición? En algún momento habrá que decir: vale, ya estamos en otra cosa...
-Cuando todos estemos dentro de la fiesta. Está esa escena de Madame Bovary, cuando Emma Bovary va por primera vez a una fiesta en el palacio de los duques y se enrarece mucho el ambiente por el humo de los cigarros. Ella está emocionada, en la pomada, y entonces un criado rompe un cristal para que entre ventilación, y se ve que en las rejas de la finca está la gente del pueblo mirando la fiesta. La ambición de tener la fiesta en paz está muy bien cuando estás en la fiesta, pero yo entiendo que los que están fuera digan y a mí qué me importa que se joda la fiesta si nunca me invitaron. Y a la fiesta de la Transición la mayoría de la gente no fue invitada.
-Sin embargo a la hora de la verdad el pueblo, ése en el que ni siquiera distinguimos rostros, da miedo, por supuesto incluso a la izquierda. La imagen del pueblo como ese "disparo que interrumpe el concierto de la orquesta filarmónica" es suya...
-Hace poco leí una encuesta que decía que la mayoría de los españoles preferiría ganar un poquito más de lo que gana y que los demás ganen menos, en vez de ganar 6.000 euros y que los demás ganaran lo mismo. Coño, es que la gente prefiere ganar menos con tal de ganar más que los demás. Se teme la igualdad. A todos nos gustan los privilegios. Es lo que pasó en la Segunda República, un proyecto de señoritos de izquierda que se asustaron en cuanto vieron que se unían a ellos los destripaterrones, que olían mal, que tenían mal aliento y sudaban. Ese miedo hoy se ha trasladado a los inmigrantes. El pueblo siempre es el otro.
-La novela reflexiona sobre la dificultad de gestionar el pasado sin que se convierta en el monstruo debajo de la cama. Si eso ya es difícil a escala personal, a escala colectiva...
-Pero esa dificultad sólo la experimenta la burguesía, que es la que tiene pasado. La clase obrera está desposeída de pasado como lo está del futuro. Pactar con el pasado es una preocupación burguesa.
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