Adiós, Marselona

En recuerdo de Juan Marsé

A Juan Marsé, fallecido hace ahora una semana, le bastó con el espacio reducido de una ciudad para contar todo lo que nos interesaba saber sobre la Barcelona que él conoció y sufrió y amó

El narrador y Premio Cervantes Juan Marsé (Barcelona, 8 de enero de 1933-18 de julio de 2020).
El narrador y Premio Cervantes Juan Marsé (Barcelona, 8 de enero de 1933-18 de julio de 2020).

–Tú siempre rumiando aventis, Sarnita, acabarás majara.

Sarnita era Antoñito Faneca, alias Ñito, un charnego de Córdoba (en realidad un alter ego del niño Juan Marsé) que tenía un puesto de venta de tebeos en una calle pringosa del Guinardó, en Barcelona, en los peores años de la posguerra. Y las aventis eran las historias con que Sarnita y sus amigos –el Java, la Juani, el Mingo– se entretenían inventándose una vida que fuera un poco más digna y más emocionante que la triste vida de hijos de derrotados de la guerra civil que les había tocado en suerte. Todo esto se contaba en Si te dicen que caí (1973), que quizá sea la mejor novela de Marsé, si no fuera porque antes había escrito Últimas tardes con Teresa (1966) y La oscura historia de la prima Montse (1970), y después escribiría Un día volveré (1982) y Ronda del Guinardó (1984) y El embrujo de Shanghai (1994), sin olvidarnos, eh, de Rabos de lagartija (2000), que también es una gran novela.

Y lo bueno de todas esas novelas de Marsé, muerto hace ahora una semana, a los 87 años, es que todos sus lectores también se vuelven majaras cuando se dejan arrebatar por las aventis, de tal manera que cualquier lector de Juan Marsé que suba, por ejemplo, por la gentrificada carretera del Carmelo, en Barcelona, no podrá dejar de ver a Manolo el Pijoaparte conduciendo a toda pastilla la moto robada que le lleva a los barrios altos de Sant Gervasi, donde ha quedado con la niña pija de la que cree estar enamorado porque él es pobre (e inmigrante andaluz que tiene que vivir en las barracas del Carmelo), y como muchos pobres, lo único que quiere es dejar de serlo con un buen braguetazo o con un buen golpe de suerte. Y cualquiera que se fije bien en las curvas que llevan un poco más abajo, hacia el Guinardó, podrá encontrarse con el puesto de tebeos que tenían Sarnita y el Java en una de las aceras, bajo la luz leprosa –el adjetivo es típicamente marseniano– del rótulo desvaído de un cine donde se proyectan películas de aventuras y donde las viudas de guerra se ganan miserablemente la vida en las últimas filas, haciendo lo que buenamente pueden a los hombres solitarios que les pagan con una sucia peseta.

Gracias a Juan Marsé, la siniestra posguerra española ha quedado fijada para siempre en un universo memorable –y triste y fantasmal y decrépito– que ahora ya podemos llamar Marselona. En realidad, el perímetro de Marselona es muy limitado y está comprimido en el triángulo formado por el Carmelo, la plaza Lesseps y el paseo de San Juan, con algunos desvíos hacia el puente de Vallcarca. Pero a Marsé le bastó con ese espacio tan reducido –y tan asociado a su infancia– para contar todo lo que nos interesaba saber sobre la Barcelona que él conoció y sufrió y amó. De hecho, la vida del Marsé real –que no se llamaba Juan Marsé sino Juan Faneca Roca– tuvo mucho de una aventi que él mismo se inventó a partir de las aventis que sus mayores le habían contado, ya que nadie sabe si fue real la historia del taxista que se había quedado viudo porque su mujer murió en el parto, dejándole un bebé que al final entregó a una pareja que acababa de perder a su hijo, de modo que el niño Juanito Faneca, huérfano de madre, se convirtió en Joan Marsé Carbó, niño adoptado.

Nadie ha capturado mejor ese mundo de sueños corrompidos y de ideales destrozados

El padre adoptivo de Marsé era militante de la izquierda independentista y durante la posguerra entraba y salía de la cárcel. Marsé recuerda haberlo visto un día, en camiseta imperio, machacando almendras para una escalivada con la culata de un revólver. Nadie como Marsé ha retratado mejor ese mundo de antiguos anarquistas y combatientes de la guerra civil que acabaron reconvirtiéndose en atracadores de bancos o en chuloputas o en delatores de la policía para conseguir unas pesetas. Nadie ha capturado mejor ese mundo de sueños corrompidos y de ideales destrozados. Nadie ha reflejado mejor ese castellano totalmente contaminado por el catalán –con palabras como "chafardeo", "meuca", "tifa" o "amagatotis"– que se hablaba en las calles mugrientas de Marselona. Y nadie ha sabido describir mejor a esos hombres solitarios que volvían al barrio –después de una larga estancia en la cárcel– como esos taciturnos héroes del Oeste que nadie sabía lo que habían hecho con su pistola (ahora perdida) ni si tenían aún cuentas pendientes con la justicia. Si alguien ha sabido introducir la estética del western clásico en una novela, ese escritor es Juan Marsé. Y su mejor novela –o su mejor western– se llama Un día volveré.

Todos los que conocieron a Marsé lo recuerdan como un personaje afectuoso –aunque gruñón– que procuraba ayudar a todo el mundo y que no quería que nadie metiera las narices en su vida. A veces le gustaba hablar de su experiencia pasada –aunque no mucho–, y contaba alguna anécdota de cuando trabajaba en un taller de joyería –donde empezó a trabajar a los 13 años– o de cuando vivía en París y trabajaba de ayudante de disección en un laboratorio. A veces –no muchas– contaba cómo su amigo Jaime Gil de Biedma cantaba una copla, con un hilo de voz, en sus últimos meses de enfermo de sida. A veces –no muchas– contaba un chismorreo sobre las largas noches de la discoteca Boccaccio. Y a veces –no muchas– contaba cómo le gustaba sentarse al fresco en su casa de Calafell, donde su amigo Jaime Gil de Biedma pasó el último verano de su vida. Y por supuesto, Marsé siempre estaba dispuesto a contar la historia de cómo vio –o creyó ver– el coche donde mataron a Carmen Broto, la puta roja que apareció muerta en un descampado allá por el año 1948. En sus últimos años, Marsé no faltaba a su tertulia del bar Bauma con Joan de Sagarra y María Jesús Ivars, con Javier Tomeo y su fiel Ramón –ese personaje que llevaba una patata en el bolsillo como talismán de la buena suerte y que nadie sabía si era real o un personaje de las novelas de Tomeo que se había escapado al otro lado de la realidad– y con Enrique Vila-Matas y Paula Massot y algunos colegas más. Y sí, amigos, allí estaba Marselona, la ciudad que nadie podrá profanar jamás porque es intocable e inalterable y ya nadie sabe si es una aventi o una ciudad o un sueño o un delirio o una pesadilla. Y si quieren comprobarlo, suban por la carretera del Carmelo y no tardarán en ver la moto del Pijoaparte bajando a toda pastilla rumbo a su cita con Teresa Serrat en una cálida noche de San Juan.

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