Odio eterno al metrónomo
L'Apothéose | Crítica
La ficha
**** L’Apothéose.
Femás 2024. Programa: 'Telemann concerti'. Conclusion en mi menor TWV 50:5 (Tafelmusik); concierto para flauta dulce y fagot en fa mayor TWV 52:F1; concierto para oboe en do menor TWV 51:c1; concierto a 4 en la menor TWV 43:a3; concierto para flauta dulce en do mayor TWV 51:C1; y concierto para flauta dulce y traverso en mi menor TWV 52:e1, de Georg Philipp Telemann.
L'Apothéose. Dorothee Oberlinger, flauta dulce. Josep Domènech, oboe. Eyal Streett, fagot. Laura Quesada, traverso. Víctor Martínez y Roldán Bernabé, violines. Kepa Arteche, viola. Carla Sanfélix, violonchelo. Asís Márquez, clave.
Fecha: Jueves 7 de marzo. Lugar: Espacio Turina. Aforo: Algo menos de media entrada.
El metrónomo es un invento del diablo de la época de Beethoven, ajeno por tanto a la música barroca y sin embargo utilizado por los músicos historicistas obsesivamente, como buenos exalumnos de conservatorio que son. L'Apothéose se quitó anoche esa camisa de fuerza, y ningún compositor mejor para ello que Telemann, cuya música voló ayer libremente entre los mil estilos que bullían en su cabeza (de la influencia de Vivaldi al severo contrapunto, del folklore polaco a la más aristocrática galantería), y que agradece como pocas la flexibilidad que mostró L'Apothéose para disfrutar de la alegría de vivir que transmiten sus pentagramas.
No es fácil hacerlo así, porque jugar con el tiempo y seguir tocando juntos requiere trabajo camerístico y tener muy interiorizada la música, virtudes que demostró sobradamente el conjunto español. No solo fueron flexibles con el tempo, sino también, y mucho, con la dinámica, la articulación y todos los recursos que manejan sus instrumentistas y los excelentes solistas de viento invitados: siempre extravertida y sobrada de técnica para exprimir su instrumento la Oberlinger, delicado y sedoso el sonido de Street, y redondo el de Domènech, que bordó el originalísimo concierto en do menor. En un segundo plano algo lejano, el continuo de Sanfélix y Márquez sostuvo, firme, la base rítmica del edificio sonoro, aunque tal vez un contrabajo hubiese dado más empaque al conjunto. Víctor Martínez, por su parte, condujo el grupo desde el primer violín con decisión, un sonido incisivo y algo más áspero, solvencia en los solos (como en general toda la cuerda), y sobre todo impulso en los siempre bailables y contagiosamente rítmicos movimientos rápidos. Las carreras vertiginosas del doble concierto en mi menor nos condujeron a una propina en la que las modulaciones exóticas y los golpes de efecto de Telemann, compositor tantas veces minusvalorado, llegaron al paroxismo.
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