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Ahí arriba, en el antetítulo: Fantástico escritor. Y muy poco después: adhesión al nazismo. Este texto no ha empezado siquiera a escribirse y ya salta la alarma: cuidado. Con alguien como el escritor noruego Knut Hamsun (Lom, 1859–Grimstad, 1952) hay que andarse con pies de plomo, más aún si quien lee piensa, ante el eterno debate sin respuesta tajante y universal, que autor y obra deben viajar siempre y sin matices posibles con idénticas obligaciones morales y en el mismo vagón (hacia el noveno círculo del Infierno de Dante, digamos en este caso, el más profundo, el de los traidores al género humano, en la reveladora compañía de Judas y Satanás).
Pero la cuestión es que antes de que el autor recibiera el Nobel en 1920, con cierta polémica pues ya había voces que lo repudiaban por su abierta e incluso marrullera adhesión al recién surgido credo fascista (en 2011 la editorial Berenice compiló muchos de sus artículos políticos en Textos de la infamia, un libro que, dicho sea de paso, ofrece elocuentes claves acerca de la fascinación que las soluciones totalitarias despertaron en tantos autores de la época); y antes aún de que, ya en los años 30, escribiera arrebatadas loas a Adolf Hitler y ofreciese en incontables ocasiones su apoyo al Gobierno noruego pro-nazi de aquel entonces, Hamsun se había revelado como uno de los escritores más importantes y admirados de su tiempo, y en alabarlo como tal coincidieron autores tan distintos –literaria, ideológica y vitalmente– como Thomas Mann, Maxim Gorki o Isaac Bashevis Singer, que lo proclamó, sin ambages, "padre de la literatura moderna". Y sucede que la literatura moderna tiene muchos posibles padres, casi tantos comos filias particulares, seguramente, pero argumentos no le faltaban al gran escritor judío para afirmar tal cosa.
Ya anciano, Hamsun escribió en una carta a un amigo: "Nunca he sido una mala persona, pero tengo una cierta predisposición al exceso, mi alma está desequilibrada". Habrá quien, llegado este momento, espere arrepentimiento, algo parecido a un intento de redención postrera del hombre que eligió, de todas las posibles vías políticas de su tiempo, la más indeciblemente monstruosa. Pero no, ni un solo remordimiento, era todo culpa de Dios, "suya es la responsabilidad", clamaba el autor antes de añadir que por ello "le escupiré en plena cara durante toda mi vida". Como se ve, en fin, Hamsun era dado al incendio fulminante. Y su estilo literario, que para él debía "mostrar una vehemencia febril y pasional", no fue ajeno a su temperamento.
Entre el existencialismo avant la lettre y el espíritu romántico (vivió anhelando un utópico regreso al origen, convencido de que el paradigma racionalista había desembocado en el desarraigo de los hombres, angustiados por su vano afán de entenderlo todo y privados por tanto del misterio y la aventura), siempre medio triste medio rabioso, con la angustia de una infancia severísima clavada en el pecho, Hamsun anticipó en su obra el monólogo interior, el curso fragmentario de la conciencia, un subjetivismo radical que a menudo se expresaba en pasajes líricos y alucinados y una facilidad pasmosa –es decir, incómoda para el lector– para trasladar a la página estados de ánimo extremos y volubles, trastornos, ansiedades, miedos y confusiones que inequívocamente llevaban ya el signo de la modernidad y lo convirtieron en un precursor de la novela psicológica y de la literatura del absurdo.
Su primer aldabonazo, Hambre, que hoy sigue siendo la obra más icónica del noruego, lo acaba de publicar Nórdica, la editorial que desde hace años está decidida a brindarle al autor una nueva vida entre los lectores españoles. Junto con esta Hambre en versión novela gráfica, con traducción de Cristina Gómez-Baggethun y espléndidas ilustraciones de Martin Ernstsen, el sello ha lanzado también Misterios, la segunda novela publicada por el autor.
Publicada en 1890, Hambre puede leerse, en parte, en clave autobiográfica. Antes del reconocimiento y el éxito, Hamsun conoció la experiencia del hambre (se sabe, porque lo confesó él mismo, que una noche de desesperación llegó a masticar cerillas). Pero la novela es mucho más –y mucho más moderna– que un crudo testimonio de la penuria: es un auténtico descenso a las regiones más oscuras del ser humano (al margen de que en ocasiones casi parezca, entre tanta lástima y tanto horror, que asoma entre líneas una sonrisilla esquinada), pues el hambre, aquí, es tanto ese exacto hecho fisiológico como la metáfora de un espíritu asfixiado. La del hombre que protagoniza estas angustiosas andanzas, un tipo joven y talentoso, pero con dificultades para relacionarse con su entorno de la manera que se espera, que al borde mismo de la locura deambula por una ciudad inhóspita e indiferente mientras trata de sobrevivir dando sablazos aquí y allá a la espera de que un periódico local le compre una pieza y le permita, así, detener siquiera por unas horas su desquiciada noria.
En cuanto a Misterios, aunque siempre suelen ponerse por delante Hambre, Pan, Victoria o La bendición de la tierra, su lectura ofrece estímulos de sobra tanto por el libro en sí mismo como por lo que éste tenía ya de rotunda semilla de todas esas obras que aún hoy son las más alabadas de las suyas. De nuevo, la obra se puede leer literalmente, y entonces sabremos de la llegada de alguien, porque nada sabemos de él salvo su nombre (Johan Nagel, que se nos antoja similar al Don Nadie español o al John Doe inglés) y su comportamiento entre excéntrico y enfermizo, al que le ocurre algo y después de esto llega a un pequeño pueblo noruego, donde su presencia acabará siendo un catalizador de los impulsos y los instintos más oscuros de los lugareños. Pero, de nuevo, todo invita a ensanchar la mirada y buscar una lectura simbólica, y entonces el lector asistirá a un camino de autoconocimiento, a un viaje al interior de la conciencia, a una reflexión de regusto enigmático sobre el agotamiento espiritual del individuo en su intento de encajar en un grupo, una sociedad o un sistema de pensamiento que no lo acepta.
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