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Kadaré o el ovillo albanés

El escritor albanés regresa en esta 'nouvelle' a su infancia y mocedad en Gjirokastër, en un relato donde cobra gran protagonismo la figura de su madre.

El escritor albanés Ismaíl Kadaré (Gjirokastra, 1936). / D. S.
Javier González-Cotta

13 de noviembre 2016 - 02:35

La muñeca.Ismaíl Kadaré.Trad. María Roces González. Alianza. Madrid, 2016. 128 páginas. 14,50 euros.

Pocos escritores nacidos en los márgenes, en pequeños países ofuscados y faltos de aire, han resultado tan prolíficos en cuanto a obra publicada. Ismaíl Kadaré (Gjirokastër, 1936) nos ha mostrado en casi un total de cuarenta obras -novela, ensayo, poesía- el avatar cultural y político de la desconcertante Albania. Pero lo ha hecho a través de una literatura inimitable, a menudo alegórica, acuñada en el acervo balcánico y en las tragedias griegas, aunque ajustada también a algunas de las referencias literarias más universales (de Chéjov y su admirado Gógol, a Joyce, Kafka o Faulkner).

De un modo u otro sus novelas siempre acaban transitando por el pasado -ya lejano, ya más reciente- de su país natal. Albania fue sometida por el Imperio otomano durante casi cinco siglos. La huella del Turco está presente en algunas de sus obras de corte más histórico. Tres cantos fúnebres por Kosovo relata la batalla de Kosovo Polje (1389) sobre el célebre campo de los mirlos, lo que supuso la derrota de los reinos balcánicos ante las huestes del sultán Murat. El oprobio de aquel desastre ha perdurado en el umbrío corazón de los Balcanes hasta hoy. En El cerco Kadaré narraba también la brava resistencia albanesa -a través del héroe nacional Skanderberg- ante los jenízaros otomanos a inicios del siglo XV.

Dicho esto -y como ocurre ahora también en La muñeca-, Kadaré suele buscar más en su literatura los lazos que lo llevan a la Albania que ha conocido en vida durante el siglo XX. Cada novela se adentra en su propio dédalo (a veces onírico, a veces real), mientras son continuos los guiños históricos que refieren lo mismo el breve periodo del rey Zog, la ocupación italiana durante la Segunda Guerra Mundial o la retirada nazi y posterior liberación del país por parte de los activísimos comunistas. Pero el marco nunca tapa ni estropea el lienzo narrativo.

Sin duda es la figura del dictador Enver Hoxha (en el poder de 1946 a 1985) la que suele aparecer como de través en muchas otras novelas. El dictador viene a ser el omnímodo tutor, el vasto ojo de cíclope que todo lo contempla. Como es sabido, Hoxha -nacido por cierto en la misma ciudad natal y en la misma callejuela donde se crió Kadaré- sometió a Albania a un comunismo feroz, psicótico incluso, alejado de la contaminante Europa y hasta de sus mentores como China o la URSS. En El sucesor, El concierto, El largo invierno y en Spiritus, la presencia del dictador se hace notar, pero más al modo de un ente, un tanto omnisciente y figurado, lo que permite al autor narrar sus historias bajo esa mezcla de realidad y alegoría a la que hemos aludido. Recordemos que en El palacio de los sueños Kadaré revertía el poder dictatorial en una imagen alegórica (esbirros del régimen analizaban los sueños de sus compatriotas para detectar posibles desviaciones). Hasta cierto punto, en cuanto a sombría aproximación al poder, podría recordarnos a Yo, el supremo de Roa Bastos, El general en su laberinto de García Márquez o, también y por qué no, a la distopía estatalizadora pero más divertida del turco Ahmet Hamdi Tanpinar en El Instituto para la Sincronización de los Relojes.

Tras El accidente nos llega ahora la última novela -casi una nouvelle- del autor albanés. Kadaré regresa a su infancia y mocedad en Gjirokastër, hermosa y tortuosa ciudad de traza medieval, llamada la ciudad de las piedras por su arquitectura de otomanos reclamos. Antes de proceder a la mudanza familiar a la capital Tirana, la casona del clan Kadaré en Gjirokastër se nos presenta más como un ámbito vivo que como un mero decorado inerte. La casa habita a quienes la habitan y cobra por ello una presencia híbrida, real y fantástica, muy al estilo del autor.

Acabada la novela, uno no sabría decir si el retrato que Kadaré traza sobre su madre -apodada "la muñeca", de ahí el título- nos resulta conmovedor o sutilmente indiferente (hay ternura y desdén a partes iguales). En gran parte La muñeca viene a ser una autobiografía -¿una retroproyección más bien?- que evoca, a través de la extraña luz materna, los años en los que el escritor pasa de ser un engreído jovencito, aspirante a literato, a convertirse en figura consagrada dentro y fuera del país. En este tránsito la crónica política reciente de Albania aflora como súbitos nenúfares que nos devuelven al tiempo real. Pero ello no molesta ni interfiere en la atmósfera sentimental, tan íntima en ocasiones, que aquí se recrea.

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