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Guerra y música en Berlín
Aguirre el magnífico. Manuel Vicent. Alfaguara. Madrid, 2011. 256 páginas. 18,50 euros.
Sería fácil encadenar las jugosas anécdotas que contiene esta biografía -que es más bien una vida novelada, aunque no cuente nada inventado- para trazar un perfil pintoresco del personaje evocado por el autor, pero dicho personaje fue un hombre muy valioso que no debe ser reducido a la caricatura. Aunque algunos no lo sepan, Jesús Aguirre fue mucho más que el decimoctavo duque de Alba, por eso fastidia escuchar el nombre de este intelectual inclasificable en boca de los cronistas de sociedad, por llamarlos de alguna manera. Oyéndolos, se diría que en algunos aspectos España no ha dejado de desprender ese "olor a amoniaco de urinario público" al que se refiere Vicent, en una de las estampas que dan color a su biografía.
Manuel Vicent ha escrito un gran libro sobre un gran personaje, al que conocía desde mucho tiempo antes de que el antiguo jesuita se convirtiera en consorte. Una estupenda semblanza, ácida pero verdadera, donde recoge sus recuerdos del personaje y otros de amigos comunes, que se suman a los suyos propios para trazar un poderoso fresco de época. Es cierto que ha dejado fuera, con buen criterio, mucho material inflamable, pero a cambio ha incluido datos menos conocidos que humanizan al personaje, por ejemplo sus orígenes -de los que él nunca hablaba- como hijo de madre soltera. No es difícil imaginar la humillación que llevaba aparejada esta condición en la España envilecida de la posguerra, donde los pecados de la carne eran poco menos que hereditarios y no tenían prescripción posible, como bien supieron Umbral o Fernán Gómez. La historia del ascenso de Aguirre cobra de este modo un perfil más novelesco, si cabe, como de un Julien Sorel que hubiera sido retratado por Valle.
Formado en Alemania y en la Pontificia de Comillas, Aguirre fue protegido en los inicios de su carrera sacerdotal por prohombres como Laín o Aranguren, pero su verdadero público lo encontró después entre los opositores al franquismo que iban a escucharlo en las misas de la Ciudad Universitaria de Madrid, donde sus sermones se hicieron famosos. Dotado de una proverbial habilidad dialéctica, tenía un verbo persuasivo pero excesivamente amanerado, que sonaba mejor escuchado que leído, porque en los escritos siempre envolvió su erudición de una pedantería inextricable. En todo caso, su poderosa inteligencia -como sin duda pretendía- llamaba la atención, de modo que ya antes de colgar los hábitos se sentía llamado a las más altas responsabilidades. Se propuso conquistar el poder, como afirmó públicamente, pero nadie podía esperar que su victoria llegara por la vía del matrimonio.
Desde las prensas de Taurus, tal vez la época más fecunda de su trayectoria intelectual, Aguirre había sido uno de los introductores de la Escuela de Frankfurt en España. Allí lo conoció su biógrafo, cuando fue a verlo para proponerle -como hizo Savater con su tesis sobre Cioran- un libro luego abandonado sobre Azaña, y desde entonces se encontraron en muchas ocasiones. Vicent traza un extraordinario retrato del personaje, mundano y exquisito, brillante e histriónico, reservado e inaccesible, inclinado a la maledicencia y marcado por una ambición sin límites. En ocasiones, el relato se asimila al reportaje, pero no por ello pierde calidad literaria, entre otras cosas porque Vicent gasta en todo lo que hace una prosa fina y llena de matices. El biógrafo no agota su tema, ni mucho menos, pero aprovecha para ampliar el marco de su relato con oportunas pinceladas sobre la historia reciente. Sí habla de la amistad de Aguirre con Enrique Ruano -el estudiante asesinado por la Policía, que después lo acusó de suicida-, de su encuentro en Múnich con Joseph Ratzinger o de su relación con muchos de los políticos socialistas que ejercieron responsabilidades en los gobiernos de la democracia. La historia de su matrimonio con Cayetana Fitz-James Stuart es tal vez la parte más conocida, pero también aquí se muestra respetuoso Vicent, que evoca las visitas a Liria de García Hortelano o el desmoronamiento y la pérdida final del sentido de la realidad.
A Aguirre no le consumieron, si cabe expresarlo así, sus muchas heterodoxias, sino la soberbia, que una vez construido su personaje último lo condujo al apartamiento. Era un hombre engreído que posaba de cínico y tal vez derrochó sus excepcionales cualidades por el ansia de reconocimiento. Pero su actitud displicente tampoco era entonces tan excepcional, piénsese en escritores más o menos coetáneos como Benet, Barral o Gil de Biedma. En la España casposa del tardofranquismo, muchos intelectuales se sentían superiores al resto y no hacían nada por esconder ese sentimiento, que era celebrado por los fieles y juzgado como una muestra añadida de ingenio. Esa actitud, lógicamente, no le ayudó cuando vinieron mal dadas. De hecho cuando murió, dice Vicent, Aguirre estaba solo.
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