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Si la del dramaturgo es desde hace tiempo una figura difusa y marginal dentro del oficio de la escritura, resulta que Juan Mayorga es un autor de éxito: todo aficionado español al teatro que se precie de ser tal ha visto en escena al menos una de sus obras, ya que al autor, antes de que se decidiera a dirigir sus textos, no le han faltado producciones, compañías ni talentos, de Helena Pimenta a Animalario, a la hora de subir sus piezas a escena. Pero también lo es, en una medida mayor, porque Mayorga ha logrado alumbrar un corpus teatral tan repleto de rigor, pasión, dedicación y sabiduría como de accesibilidad y cercanía con el público. Decía Albert Boadella que en el buen teatro nunca hay que entender nada: todo se da; y así es el teatro de Mayorga: directo, meridiano, sin más misterio que el que surge del juego escénico, eso que llaman imaginación. Pero también, y he aquí una anomalía aún mayor, es un dramaturgo abundantemente leído: en 2014, La Uña Rota publicó un jugoso volumen de casi 800 páginas, Teatro 1989-2014. Ya en este compendio se encontraba una versión primeriza de Reikiavik, si bien el año pasado, hace sólo unos meses, el sello decidió publicar la definitiva en un volumen aparte.
La antología de 2014, facturada por el propio autor y prologada por Claire Spooner, ejerce con eficacia de Obras completas aunque en realidad (por muy poco) no llegue a ser tal. Eso sí, junto a algunas de las obras más conocidas de Mayorga aparecen otras remotas, de su primera época y hasta entonces difícilmente localizables, como Siete hombres buenos y Jardín quemado, además de tres piezas que, a la aparición del volumen, todavía permanecían inéditas: Angelus Novus, Los yugoslavos y Reikiavik. Por lo demás, el lector puede encontrar aquí, ciertamente, los títulos más conocidos de Mayorga, desde Últimas palabras de Copito de Nieve a Hamelin, desde La paz perpetua a El chico de la última fila, por no hablar de los textos en los que Mayorga presenta su particular autopsia de la Historia y que gozan especialmente del favor del público, como Himmelweg y El traductor de Blummemberg. Dentro de este registro, tal vez el Mayorga más interesante es el que recrea determinados personajes históricos para dar cuenta del modo en que la historia personal y la propia Historia, en su acepción más académica, confluyen y se repelen en una tensión de resolución imposible: ahí están el Bulgákov de Cartas de amor a Stalin y la Santa Teresa de La lengua en pedazos: en sus combates profundamente humanos late una clarividente lectura del tiempo, el destino y el olvido. Digna de los clásicos.
Quizá lo mejor de esta edición es la posibilidad de contrastar un repertorio para el teatro español del presente: un tesoro que habrá de nutrir a compañías, investigadores y aficionados durante no pocas décadas. Pero, además, las obras de Mayorga constituyen el mejor argumento posible para quienes defienden que el teatro también se disfruta, y cómo, mediante la lectura. Sirvan estas palabras del propio dramaturgo, incluidas en su breve ensayo Mi padre lee en voz alta, como advertencia definitiva: "Leer teatro con otros educa en la responsabilidad. Cada libro, como cada escuela que merezca tal nombre, puede ser un espacio para la crítica y para la utopía".
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