Felicidad posible

Años larguísimos (1968-2018) | Crítica

El escritor granadino Justo Navarro considera que 'Años larguísimos' es un libro esencial en la obra publicada hasta ahora por José Carlos Rosales

El poeta José Carlos Rosales (Granada, 1952).
El poeta José Carlos Rosales (Granada, 1952). / Belén Vargas
Justo Navarro

26 de mayo 2019 - 06:00

La ficha

'Años larguísimos (1968-2018)'. José Carlos Rosales. Fundación Huerta de San Antonio. Úbeda, 2019. 107 páginas. 12 euros

José Carlos Rosales escribe poemas y es uno de los pocos poetas que conozco que se atreve a decir, con claridad y a la vez no demasiado seguro, para qué sirve escribir poemas. Encuentro la confidencia en Años larguísimos, una recopilación de poemas escritos entre 1968 y 2018, un álbum de poemas, sugiere Rosales, reunidos –como las fotos de un álbum– por el azar, si llamamos azar al paso del tiempo. Son poemas para suplementos literarios y revistas, o que algún día fueron leídos en público y archivados después, o se integraron en trabajos en colaboración con otros escritores y artistas, o sirvieron para explorar nuevas vías para seguir escribiendo, o pertenecen (los siete poemas finales del álbum) a una obra que todavía está haciéndose. Años larguísimos me parece un libro esencial en la obra publicada hasta ahora por José Carlos Rosales.

¿Son poemas de circunstancias o "poemas accidentales", según la expresión que da título a la sección central y más extensa de Años larguísimos? Sí, si entendemos que toda obra literaria depende de los accidentes y circunstancias de la vida de quien la escribe. Con toda su variedad de tiempos y tonos Años larguísimos no es una reunión fortuita de piezas heterogéneas y caprichosas, sino una recopilación de una coherencia absoluta, desde el poema de 1968 del todavía alumno de los Maristas José Carlos Rosales, al último poema de 2018, 50 años después. El título, Años larguísimos, estaba ya en un poema de 1971. Yo diría que estos 51 poemas nacen con vocación de poesía sociable, amigable, útil. Son poemas vividos en común, conversación de amigas y amigos, meditación en voz alta, confidencias, brindis, bienvenidas y despedidas, canciones, seguidillas, un bolero, cordialidad, sin olvidar que a veces hay alguna indignación que compartir.

En la década de 1970 los deseos de libertad y felicidad conducían directamente de la psicodelia ("Nuestro tiempo es licor que se derrama sobre un campo de fresas", empieza un poema de 1969) a la conciencia de la realidad del franquismo ("El escenario son campos vacíos, ciudades congeladas", leemos en un epigrama de 1975). Las imágenes se fundían en una sola película: la de una esperanza y una desolación en común, la del aburrimiento mortal de todas las dictaduras y todas las situaciones sin remedio visible, cuando queremos buscarle una salida a lo que parece que no tiene salida, e intentamos algo, aunque sólo sea escribir un poema.

Portada del libro.
Portada del libro. / D. S.

Vuelvo a la coherencia ejemplar de Años larguísimos: las imágenes de los años del franquismo ("campos vacíos, ciudades congeladas") tomaron un matiz íntimo en los poemas que escribiría José Carlos Rosales en los años 80, cuando el abandono y el frío se convirtieron en un "rumor lejano de comedor y sala". La concreción es otra de las virtudes de estos poemas: están llenos de materialidad. Incluso cuando parecen más abstractos, están hechos de lugares, de climas, de cosas concretas. Los sentidos captan "el aroma del mundo, el rumor de la historia". Y la atención a las cosas concretas se extiende a la materialidad de las palabras, a su sensorialidad, a su sonoridad, a su música.

Yo diría que en la década de los 90 se produjo una transformación en la poesía de José Carlos Rosales, pero que su modo de acercarse a la literatura (concreción, materialidad, armonía, cordialidad) no cambió. Cambió el humor. En Aterrizaje imaginario, de 2010, el mejor poema que conozco sobre la ciudad de Granada, recurría a la sátira: si admitía que "todo está desquiciado", también se atrevía a reírse del desquiciamiento vigente. En un poema de 2011 se recomendaba "entender que no vas a entender" y se recordaba que "la vida es eso, contradicción y búsqueda, fragmento y titubeo".

Encuentro en Años larguísimos un deseo expreso de felicidad, de felicidad posible y compartida. "Todos dependemos de todos", dice Declaración de dependencia, un poema de 2018. La felicidad sería "vivir con todo el mundo, no renegar de nadie". O dicho de otro modo: "Celebrar la vida, el arte o la alegría de volver a estar juntos". En 1999 bastaba "la serena alegría de saber que ahora existo". Y ahora vuelvo al principio: ¿para qué sirven, según José Carlos Rosales, los poemas? Si vivimos en un mundo-caos, un poema puede ser un refugio, un "archipiélago de piedad o conocimiento o belleza".

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