John le Carré: hojalatero, sastre, soldado, espía

Obituario

Hijo de las dificultades (su madre lo abandonó, su padre fue un estafador que vivió siempre a salto de mata) y antiguo miembro de los servicios secretos británicos, el escritor retrató como nadie los intrincados vericuetos de la Guerra Fría

Philip Roth consideraba la novela 'Un espía perfecto' no sólo la más destacada de su autor, sino la mejor de todas las publicadas en la segunda mitad del siglo XX

El escritor John le Carré, en una imagen reciente.
El escritor John le Carré, en una imagen reciente. / D. S.
Eduardo Jordá

14 de diciembre 2020 - 19:42

Sevilla/A primera vista, no hay un personaje menos interesante que un espía. Obligado por las circunstancias a vivir instalado en la mentira y en la simulación, un espía acaba siendo un mutilado emocional –si no lo era ya antes de adoptar el oficio– que tiene que engañar a todo el mundo: a su pareja, a sus hijos, a sus compañeros de trabajo y también a sus jefes (o al menos, a algunos de sus jefes). De un espía no podemos esperar ninguna de las cualidades por las que nos interesan los seres humanos: ni amor ni amistad, por supuesto, ni mucho menos franqueza, pero tampoco lealtad ni comprensión ni afecto. ¿Por qué nos interesa entonces leer las historias de espías que escribía John le Carré? ¿Cómo conseguía que dedicáramos horas y horas a leer las vidas de unos personajes como George Smiley o Magnus Pym o Alec Leamas?

Ah, amigos, ese era el secreto de su talento: John le Carré sabía hacer apasionantes las historias protagonizadas por unos personajes que nos parecerían –si pudiéramos conocerlos– insustanciales y aburridos en el mejor de los casos, y en el peor de ellos, unos personajes turbios y despreciables en los que no podríamos confiar jamás y a los que no querríamos volver a ver en toda nuestra vida. Al fin y al cabo, los espías nunca dicen la verdad: ni siquiera ante sí mismos, si es que alguna vez llegan a desnudar su conciencia. Pero las novelas de John Le Carré habían inventado ese territorio muy difícil de explorar en el que los espías acababan revelando la verdad, o al menos la poca verdad que quedaba en sus vidas.

El escritor británico, en una imagen de finales de los años 60.
El escritor británico, en una imagen de finales de los años 60. / D. S.

John le Carré (1931-2020) se llamaba en realidad David Cornwell, pero tuvo que cambiarse el nombre cuando escribió su primera novela en 1961, ya que era funcionario del servicio exterior (un bonito eufemismo para el trabajo de espía) y esa clase de funcionarios tenían prohibido publicar libros con su nombre real. El escritor contaba que eligió John le Carré porque un día, yendo en autobús, estaba pensando que tendría que comprarse un traje nuevo para su nuevo destino diplomático en Bonn cuando vio el rótulo de una sastrería que se llamaba "Le Carré". Y así, sin más, eligió el seudónimo. Pero luego reconoció que aquella historia era un invento y que en realidad no sabía por qué había elegido ser Le Carré. En cualquier caso, tener un nombre falso le ayudó a pasar desapercibido cuando viajaba por el mundo documentándose para sus novelas. A él le bastaba firmar con su nombre real –David Cornwell– para que nadie supiera quién era. En la vida real suele ocurrir justo lo contrario: si queremos ocultar nuestro rastro, no tenemos más remedio que inventarnos una identidad ficticia. Twitter, Instagram y Facebook conocen bien esa necesidad acuciante de los humanos del siglo XXI.

Le Carré tuvo una infancia difícil: su madre abandonó a sus hijos cuando él tenía cinco años y su padre era un estafador que vivía a salto de mata, siempre entrampado por las deudas y siempre involucrado en historias oscuras de fraudes y de engaños (la herencia ideal para un espía). Ese padre –Ronald Cornwell– se pasaba la vida inventándose una identidad postiza, y al mismo tiempo que era compinche de los gemelos Kray –los reyes de los bajos fondos londinenses– se presentaba con chaqué y sombrero de copa en las carreras de Ascot. Cuando era niño, Le Carré nunca sabía si su padre iba a volver a casa por la noche o si habría tenido que huir porque se había descubierto la trama criminal en la que andaba involucrado. El día que el padre de Le Carré celebraba su segundo matrimonio en el hotel Claridge, llegaron dos detectives de paisano que lo detuvieron por estafa y fraude. El padre les pidió que esperaran hasta que terminara la fiesta y de camino los invitó a tomar unas copas (los detectives, muy poco británicos, aceptaron encantados). Y uno años antes, en 1947, cuando Le Carré era un adolescente, su padre lo mandó a París a cobrar una deuda de 500 libras por parte del embajador de Panamá en Francia, un tal Mario de Barnaschina, que encima era conde y tenía una esposa bellísima que intentó seducir al joven Le Carré en un restaurante ruso, mientras el conde le proponía montar un trío al volver a su casa (el joven Cornwell huyó despavorido y acabó durmiendo en un parque).

John le Carré, retratado en su despacho en los años 80.
John le Carré, retratado en su despacho en los años 80. / D. S.

Todo ese material, que le Carré narra en sus estupendas memorias, Volar en círculos (2015) acabó nutriendo la trama de la novela Un espía perfecto (1986), que para Philip Roth no sólo era la mejor novela de Le Carré sino la mejor novela de la segunda mitad del siglo XX. Si la historia de la deuda y del conde panameño es cierta o no, eso lo dejo a la elección del lector. Investigando en Google, el único Mario Bernaschina que he encontrado es un chileno, profesor de Derecho y autor del libro de 1925 Cuatro versiones de la nulidad de Derecho Público. Sinceramente, no veo a este Mario Bernaschina proponiendo un trío a un adolescente en un restaurante ruso de París.

Le Carré hablaba muy poco de su pasado como espía –los espías, ya se sabe, suelen ser herméticos–, pero parece ser que fue reclutado por los servicios secretos en 1950, cuando era un licenciado en idiomas –el alemán era su especialidad– al que le había tocado hacer el servicio militar en Austria interrogando a desertores checos que se habían pasado a Occidente (los servicios de espionaje checos fueron una constante en su obra). Después, Le Carré espió a compañeros suyos de la universidad, en Oxford, y años más tarde, en 1960, se integró en el M16 –el espionaje exterior británico– como segundo secretario de la embajada inglesa en Bonn. Por lo que sabemos, Le Carré nunca pasó de los escalafones más bajos del espionaje, pero le tocó vivir el apogeo de la guerra fría con la construcción del Muro de Berlín en 1961. Toda la experiencia que acumuló en aquellos años le sirvió para escribir unas novelas –su primer éxito de ventas, El espía que surgió del frío, es de 1963– que lo convirtieron en un escritor tan admirado que hasta los espías de verdad adoptaron muchos de sus modismos y códigos ficticios.

Le Carré en una fotografía (valga la redundancia) muy 'lecarriana'.
Le Carré en una fotografía (valga la redundancia) muy 'lecarriana'. / D. S.

En este sentido, conviene recordar que Markus Wolf, el jefe del espionaje de la Alemania Oriental que según se dice le había inspirado el personaje de Karla (el mundo de Le Carré nos parece ahora tan lejano como el Imperio Austro-Húngaro) dijo una vez que el único libro de espías que había leído era El espía que surgió del frío y que le sorprendió el conocimiento que su autor demostraba tener de los servicios secretos de la Alemania comunista. En sentido contrario, uno de los jefes del MI6 –sir Maurice Olfield– dijo que las novelas de le Carré habían dificultado el trabajo del espionaje británico, ya que los buenos candidatos desistían de ingresar en los servicios secretos cuando leían las sórdidas tramas de las novelas de Le Carré, que siempre solían terminar con un hombre de mediana edad, solo y medio borracho en un hotelucho de mala muerte.

Ahora que ha muerto Le Carré, a los 89 años, ya no queda nada del mundo que describía en sus novelas de espionaje (sus novelas posteriores a la caída del Muro de Berlín nunca fueron tan convincentes), esas novelas protagonizadas por los Smileys y los Karlas en las que dos mitades prácticamente simétricas –el Occidente liberal y el mundo comunista– libraban una batalla incesante en un tablero de ajedrez en el que cada adversario movía sus alfiles y sus damas y sus reinas según unas reglas que todo el mundo tenía que respetar. Ese mundo era un mundo cruel, sí, pero al menos estaba guiado por alguna clase de inteligencia, por perversa e implacable que fuera esa inteligencia. En cambio, ahora nos movemos en el caótico y ruidoso mundo de los videojuegos, que ya nada tienen que ver con las sofisticadas reglas del ajedrez y en el que los protagonistas ya no son alfiles y damas y peones, sino narcotraficantes, mafiosos, psicópatas y fanáticos religiosos que campan a sus anchas y que ni siquiera saben para quién trabajan. Y además, ¿qué se puede esperar de los espías y de las reglas del espionaje –que eran casi tan sagradas como las reglas de la caballería medieval– en la época de Instagram en la que todo es falsamente transparente y en la que nadie parece capaz de ocultar nada ni de guardar un secreto? Pues sí, vamos a echar de menos a Smiley y a Karla y sus sinuosas partidas de ajedrez emocional.

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