Johannes Vermeer, el taller del pintor
ARTE PARA EL CONFINAMIENTO
El artista holandés del siglo XVII sabe que la pintura es un artificio arriesgado. El taller es un lugar de meditación o de invención poética que se antoja metáfora de su conciencia
El cuadro de Vermeer (1632-1675) es tan admirado como debatido su título: El arte de la pintura, Alegoría de la pintura o El taller. Comenzando por la última denominación, el lienzo le hace justicia: muestra, en efecto, una habitación donde el pintor está trabajando y una mesa reúne elementos auxiliares de su quehacer: dibujos, telas, libros y una escultura vaciada en yeso. Pero hay disonancias: la vestimenta del pintor, poco apta para trajinar con aceites y pigmentos, el pavimento en mármol, tan delicado, y la lujosa lámpara. Quizá no se trate literalmente del taller sino de su imagen o mejor, de su idea. Vestido, pavimento y lámpara separan al pintor del artesano pero hay algo de mayor alcance: el cuadro ofrece el acto mismo de pintar. Es su tema central. Lo muestra y al mismo tiempo oculta la gran cortina que no cae inerte, como en otros cuadros del autor, sino parece alzada por manos invisibles, como los grandes telones de Appeals, la instalación de Ann Hamilton: el movimiento de la cortina deja ver lo que siempre se oculta.
No sabemos quién pinta, el autor nos da la espalda pero vemos su obra (ha trazado el laurel que corona a la joven) y sobre todo, la mirada de este pintor sin rostro, concentrada en su modelo, a la que responden los ojos bajos de la muchacha. Como si Vermeer buscara que el atractivo de las figuras no oscureciera lo verdaderamente decisivo: la relación entre autor y modelo que está en la raíz de todo acto de pintar. Incluso el leve giro del pintor subraya esta conexión que da unidad a la obra: su cuerpo se orienta al punto de fuga del cuadro, situado en la prolongación de la mano izquierda de la modelo. De este modo el taller, al tocar un aspecto central de la pintura, puede convertirse en su alegoría.
Pero cabe llegar más lejos. El lienzo que trabaja el pintor representará a Clío, musa de la historia. La joven modelo sujeta la trompeta de la fama en la mano derecha y en la izquierda, el libro de Tucídides, signo de la memoria. Pero como ya he dicho, siguiendo la dirección de esa mano se llega al punto de fuga que coincide con el final del mapa. Es un mapa peculiar: reproduce literalmente el que hizo Claes Jansz Visscher (Piscator), con las diecisiete provincias de los Países Bajos, antes de separarlas la Paz de Westfalia, y la visión panorámica de una veintena de ciudades. La consecuencia es obvia: la pintura no rehúye la cartografía, representación científica del mundo: las dos son de la misma partida, como sugiere la alegoría de Piscator en el ángulo superior derecho del mapa. Esta relación se advierte también en el trazado perspectivo del cuadro: Vermeer emplea una exacta proyección geométrica y construye el cuadro con tres puntos de fuga, el central, ya citado, y otros dos, uno a derecha y otro a la izquierda del cuadro aunque fuera del lienzo (pueden rastrearse desde el pavimento). El cuadro se sitúa así, digamos, en el mundo, rivalizando con el mapa y aprendiendo de él.
Pero la pintura cuenta además con recursos propios, como la luz. La ventana, que no vemos, la deja pasar y así modela la figura de la joven, subraya el azul de su capa (y la textura diferente de la tela, también azul, que hay sobre le mesa) y arrancar brillos al bronce de la lámpara y al mármol del pavimento. El arte de la pintura, aquí resumido, es así compendio de sensibilidad y conocimiento, de saber e invención, de inteligencia e imaginación.
Quedan preguntas de difícil respuesta. ¿Por qué coloca Vermeer el escudo de los Habsburgo en la lámpara y por qué carece ésta de velas? ¿Pueden relacionarse aquel escudo y esta carencia con la añoranza del dominio de los Austria? Se ha dicho que Vermeer no se sentía cómodo en la sociedad holandesa de mayoría calvinista. Parece sugerirlo uno de sus últimos cuadros, Alegoría de la fe. No entro en esa discusión.
Prefiero subrayar el valor que cobra el taller. Lugar de meditación y de invención poética, se antoja prolongación o materialización de la conciencia del pintor. Tal vez mejor: su metáfora. El pintor ya no es el del Renacimiento, no es aquel ingenuo Narciso que en su obra creía ver la imagen del mundo y la del propio pintor, capaz de ordenarlo. El pintor del siglo XVII sabe que la pintura es sólo un artificio pero un artificio arriesgado porque su valor no surge de la dignidad de la historia pintada sino de su fuerza poética. Por eso el taller del pintor (como los recoletos estudios de El astrónomo y El geógrafo) puede tomarse como manifestación de la conciencia, esa transparente esfera interior en la que cada mujer, cada hombre pueden representar el mundo (casi pintarlo) y orientarse en él, pero en ningún caso ordenarlo. El ser humano (también el artista) ya no es un pequeño dios sobre la tierra.
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