Joan Miró, el creador que siempre quiso ser joven
La Fundación Miró explora la relación del autor con el objeto, una alianza en la que el artista encontró un modo de rebelarse contra las convenciones
Desde su juventud, Joan Miró (Barcelona, 1893-Palma de Mallorca, 1983) reunió algunos de los objetos con los que se topaba en su vida, artículos aparentemente insignificantes que él entendía como hallazgos felices. El artista, un hombre proclive al asombro y al juego, identificaba en esos descubrimientos accidentales, en sus formas y sus texturas, una suerte de mecha que prendía su imaginación. En unas figuritas de pesebre, unas estatuillas precolombinas, unos silbatos o en piezas del imaginario doméstico como un humilde soporte para planchas, Miró encontraba una poesía oculta. Esa inspiración primera marcaría una relación larga y fructífera: la del creador y el objeto, que iría incorporando a su obra inicialmente en collages y assemblages y que más tarde trabajaría con pasión en su acercamiento a la escultura y la cerámica. La Fundación Joan Miró, en Barcelona, analiza en la exposición Miró y el objeto cómo un autor reacio a adaptarse a las convenciones, que se propuso "asesinar la pintura", reconoció en esa alianza con el objeto una oportunidad para ser más libre.
La muestra, comisariada por William Jeffett y patrocinada por la Fundación BBVA, arranca con una serie de naturalezas muertas en las que un joven Miró ya expresaba su interés por los objetos cotidianos, que inicialmente trató en su más elemental representación pictórica. En este apartado sobresalen dos obras fechadas a principios de los años 20 y procedentes de los fondos del Moma de Nueva York: Naturaleza muerta I (La espiga de trigo) y Naturaleza muerta II (La lámpara de carburo).
Animado por el movimiento surrealista, con el que entra en contacto, y su amistad con André Breton, Miró empezará a sopesar que sólo hallará la autenticidad como creador cuestionándose y emprendiendo un camino contracorriente. "Siento un asco profundo por la pintura; sólo me interesa el espíritu puro", proclamaría cuando comenzaba la década de los 30. A esta etapa en la que renueva su lenguaje, en la que realiza una serie de (anti)pinturas en las que tacha las imágenes y también apuesta por el collage, pertenecen Les Joujoux (Los juguetes), un óleo sobre tela en el que el barcelonés reivindica con ternura al niño imaginativo y libre que siempre será, un préstamo del Moderna Museet de Estocolmo que se expone por primera vez en España, y Portrait d'una danseuse (Retrato de una bailarina), una pintura-objeto de 1928 que fue propiedad de Breton y en la que Miró desafía las convenciones con una composición en la que con un corcho, una pluma y un alfiler invita al espectador a construir una silueta femenina.
En Del collage a la escultura, el tercer apartado de esta muestra programada hasta el 17 de enero en Barcelona -y que en la primavera de 2016 recalará en el CaixaForum de Madrid-, Miró se reinventa elaborando collages y desarollando a partir de ahí pinturas basadas en las formas y las imágenes que sugieren los fragmentos de papel. La exposición recoge tanto los esbozos iniciales como el resultado, como es el caso de Pintura (1933), en la que el observador puede apreciar cómo unos cubiertos recogidos en el primer diseño dan pie a las personalísimas formas del universo expresivo del autor.
Tras esta experimentación de los años 30, en la década posterior Miró introduce en su pintura materiales y soportes poco habituales en las artes plásticas del momento: conglomerado de madera, fragmentos de metal y cemento.
En su evolución, el creador irá sintiéndose cada vez más cómodo en la escultura -aquí, como en otras ocasiones, es un artículo modesto como una calabaza el que le inspira- y la cerámica, una técnica ante la que siente un verdadero deslumbramiento y por la que aparca durante un periodo la pintura.
En los 60, las energías de Miró se encaminarán al trabajo con la escultura en bronce, a la que tampoco se aproximará de manera ortodoxa: recurrirá de nuevo a objetos encontrados como punto de partida para sus assemblages. Creaciones como Femme et oiseau (Mujer y pájaro) y Sa majesté (Su majestad) transmiten una sensación de frescura, pero, como advierte Jeffett, responsable de esta selección y comisario jefe de exposiciones del Dalí Museum de Saint Petersburg, Florida, "como muchas cosas que parecen espontáneas en su obra, sin embargo están muy pensadas".
Miró no se acobardaría con la edad: seguiría llevando al límite sus planteamientos. "Quise eliminar un arte caduco, la vieja concepción de la pintura, para que renaciera otra más pura y auténtica", sostuvo a finales de los 70. En los años previos, una búsqueda que se expone en la última sala, el artista acuchilla y quema sus lienzos para que el espectador pueda mirar a través de ellos; resalta la materialidad ayudándose de clavos, eligiendo el cartón o incluso una piel de vaca como soportes. Son alardes en los que un creador ya octogenario se rebela contra un mercado del arte obsesionado con el valor económico, un revolucionario que con los años no tiene intención de bajar la guardia. Cuando el Grand Palais de París programa una exposición sobre él, Miró se niega a concebirla como una retrospectiva y prepara un gran número de obras nuevas. Se encuentra ya en el final del viaje -moriría nueve años después-, pero sigue defendiendo un arte radical, continúa mirando al futuro, ostentando ese espíritu joven que siempre le ha caracterizado.
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