La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La felicidad de fundar un colegio con éxito en Sevilla
Obituario
Ayer William Klein, hoy Jean-Luc Godard. Contemporáneos y, durante algún tiempo, hermanos de armas y mirada agitadora en las calles de aquel París revolucionario que culminó en el mayo del 68. No es tarea fácil despedir por escrito y rápidamente sin caer en obviedades y lugares comunes a quien siempre se resistió a las obviedades y los lugares comunes. Hace poco más de dos años, en plena pandemia, lo veíamos y escuchábamos por última vez conversar y responder a las preguntas de la audiencia en un directo de Instagram, otro gesto juvenil, inesperado e irónico igualmente lúcido y crepuscular en lo que respecta a la proyección en fragmentos de su visión del mundo y a su relación con la imagen, los medios y la tecnología.
En sus últimas, testamentarias y elegíacas películas, Nuestra música, Elogio del amor, Filme socialismo, Adiós al lenguaje y El libro de las imágenes, también había experimentado con el digital y el 3D, buscando en la profundidad de la imagen y en la tridimensionalidad de la visión nuevas expresiones poéticas y nuevas texturas pictóricas muy alejadas de los usos efectistas que del formato se hacían por entonces y sin renunciar, como no podía ser de otra manera, a su personal concepción del cine como medio para el pensamiento complejo y en acción. Ya antes en los 70 y 80 lo había hecho con el vídeo, del que extrajo todo su potencial manipulador y ligero, también todas sus imperfecciones y su innobleza, para repensar y reescribir la propia Historia del cine y su relación, siempre conflictiva, con la Historia del siglo XX o meterse entre los pliegues de la intimidad de la pareja, a la que dedicó tantas y tantas películas con más o menos trasfondo autobiográfico (de Karina a Miéville pasando por Wiazemsky).
Con la muerte de Godard desaparece un gigante incomparable e inimitable, el último gran mito del cine moderno, el artista y pensador cinematográfico más comprometido y radical con la necesidad del arte y el pensamiento, cada vez más solitario y recluido en su refugio suizo lejos de los oropeles y el mundo-del-cine, médium entre un pasado de formas, sistemas y géneros clásicos que devoró y desentrañó como pocos desde sus primeros textos críticos y un presente que él mismo se encargó de escribir donde cada película, ya fuera una (falsa)ficción, una road-movie, un musical o un ensayo, un corto o un largo, elevaba un nuevo reto, una nueva búsqueda, una nueva ruptura, un nuevo desafío no tanto como gesto rebelde o epatante sino como una manera de afirmar una voz, el potencial de la imagen y, sobre todo, del montaje, entendido este como fricción y colisión, como herramienta manual para ejercitar la filosofía, la política, la ciencia o la poesía más allá del relato.
Podríamos glosar aquí sus etapas, las muchas vidas, quiebros, reencarnaciones y repliegues de un Godard en constante fuga y misterio pero siempre fiel a sí mismo, también a sus contradicciones: sus inicios de joven turco en los Cahiers du cinéma, su deslumbrante y amplificado debut en la nouvelle vague con Al final de la escapada, el filme que desafiaba la gramática convencional para inventar y liberar otra, la de su tiempo y sus contemporáneos, su frenética actividad en los sesenta subido a la cresta de la ola, su dura etapa maoísta y activista con el Grupo Dziga Vertov por los rincones calientes del mundo (Pravda, El viento del Este, Todo va bien), sus años-vídeo (Número dos) o sus incursiones en la televisión, su regreso al gran cine en los ochenta y noventa (Salve quien pueda (la vida), Pasión, Prénom: Carmen, Yo te saludo, María, Detective, Nouvelle Vague, For ever Mozart), su monumental Histoire(s) du cinéma como punto de inflexión, recapitulación y proyección hacia el futuro, y sus mencionados y artesanales trabajos postreros donde reflexionó con pasmosa lucidez intelectual sobre un tiempo aciago y el ocaso de la vieja Europa y sus ideales humanistas.
No sin cierto pudor, conservamos enmarcado en la pared del salón un póster inglés de Al final de la escapada con Seberg y Belmondo paseando por los Campos Elíseos en un colorido diseño pop. Aquel filme nos deslumbró en la juventud cinéfila universitaria incluso antes de conocer a los clásicos, como también lo hicieron Una mujer es una mujer, Vivir su vida, Banda aparte, Alphaville, El desprecio o Pierrot le fou, cuyas músicas partidas de Delerue y Duhamel siempre quisimos que sonaran en nuestro funeral. Es, sin embargo, el último Godard, el anciano de voz grave y temblorosa, pelo despeinado, puro en la boca y elocuente severidad en sus acostumbradas e incontables sentencias, citas y boutades para la antología, el que más nos emociona, sacude y apela a día de hoy, el que nos revela, a veces casi en el límite de la abstracción lírica, el dominio pleno de unos materiales viejos y nuevos, imágenes, palabras, textos, fragmentos y músicas no nacidos para convivir juntos, que revelan su preocupación por el hombre y su incansable interés por articular un nuevo lenguaje pensante que lo despierte o lo rescate de la debacle cotidiana.
Mucho mejor que nosotros, sus viejos y tantas veces renacidos Cahiers lo despiden hoy con estas palabras que hacemos nuestras: “Su invención y su insolencia nunca respondieron a un simple deseo de sacudir, de provocar, y menos aún de encajar en el aire de los tiempos o las modas; como en todos los grandes modernos (Picasso, Matisse, Joyce), su arte estaba, por el contrario, arraigado en un gran conocimiento de lo antiguo. Lloverán homenajes, todos dirán su pequeña gran frase, pero lo importante es que nadie tiene la idea de ponerlo en un Panteón para formalizar su grandeza; Godard escapó siempre y cuidadosamente de toda gloria, de toda recuperación. Él, que se opuso a la regla de la cultura frente a la excepción del arte. Él, que quería que grabáramos este epitafio en su tumba: "Al contrario". Godard ha muerto y muchos de nosotros pensamos que el cine y la humanidad están más desarmados hoy que ayer”.
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