Irrealidad de la realidad
Hotel Bombay | Crítica
La ficha
** 'Hotel Bombay'. Thriller, Australia, 2018, 125 min. Dirección: Anthony Maras. Guion: John Collee, Anthony Maras. Música: Volker Bertelmann. Fotografía: Nick Matthews. Intérpretes: Armie Hammer, Dev Patel, Jason Isaacs, Nazanin Boniadi, Angus McLaren, Anupam Kher, Natasha Liu Bordizzo, Tilda Cobham-Hervey, Suhail Nayyar, Rodney Afif, Zenia Starr.
Entre El coloso en llamas (en este caso con fuego de armas de terroristas en vez del de un incendio), La jungla de cristal, Golpe de estado o el Greengrass que se mueve con soltura entre los Bourne y los hechos reales de United 93 y Capitán Philips, se sitúa esta película. De la primera tiene la lucha por la supervivencia en un hotel de lujo; de la segunda el combate contra los malos desarrollada en un entorno cerrado; de la tercera la irrupción de la violencia en un espacio vacacional. Pero aquí todo es más serio. O debería serlo. Porque los hechos narrados son reales, lo que la emparenta con las dos películas basadas en hechos reales de Greengrass, aunque parezca preferir el estilo de los Bourne.
Se trata de los atentados islamistas contra cafés, hoteles (entre ellos uno en el que se hospedaba Esperanza Aguirre), estaciones de tren, cines, un centro judío e incluso un hospital que sacudieron Bombay durante tres días en noviembre de 2008 causando 195 víctimas. Fue perpetrado por un comando altamente entrenado y fuertemente armado.
La película se sitúa en el famoso y lujoso hotel Taj Majal Palace y se propone como una cinta de acción brutal y sangrienta centrada en las estrategias de supervivencia y la lucha contra los terroristas encabezada por los heroicos empleados del hotel. La realidad de los hechos autoriza toda la brutalidad que se le quiera echar, pero deberían establecerse fronteras entre la pura ficción y la recreación de hechos reales, entre la violencia ejercida sobre personajes del cine de género y la que fue sufrida por seres humanos reales.
La película tiene un aire entre lo gore y los videojuegos que -al menos éticamente, pero también cinematográficamente- va contra la tragedia real que cuenta. No estamos hablando, precisamente, de la banalidad del mal sino de su banalización para convertirlo en motor del cine espectáculo de violencia extrema. En esto se diferencia de las más contenidas películas de Greengrass. Aunque también, a condición de olvidar que se trata de hechos reales, le permite funcionar como una potente inyección de adrenalina.
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