Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Voces
Entonces debió de parecer una aventura: ¿se podía confiar a una máquina la elaboración de una obra de arte? Hubo artistas que se decidieron y empezaron a trabajar con la computadora recién comprada por la Universidad de Madrid. Corría el año 1968 y la enorme máquina tardaba una noche en hacer lo que nuestros ordenadores hacen en segundos, pero aquel seminario, llamado Generación Automática de Formas Plásticas, pronto hizo su primera exposición. Tres autores de esta muestra formaron parte del grupo de trabajo: Elena Asins, Manuel Barbadillo y Gerardo Delgado.
La obra más cercana a tal bautismo de fuego es la de Barbadillo. Al calor de la programación informática, ideó dos módulos muy sencillos: dos cuadrados (uno plano y el otro con un cuadrante de circunferencia inscrito) y dos colores, blanco y negro. De ese lenguaje elemental surge Xenia, el cuadro situado a la izquierda de la puerta de la galería. Casi en la diagonal opuesta, la enigmática escultura de Elena Asins. En la obra, fechada hacia 2005, confluyen la geometría (una elaboración de la sección áurea) y una memoria ancestral: la de restos megalíticos dispersos entre Lekunberri y San Miguel de Aralar. Los cuadros de Gerardo Delgado también son recientes. El título, Duvertinas, es una suerte de diminutivo (con ecos de divertimento) del término "Duvernas" con el que Delgado sintetiza la expresión dunas urbanas, aludiendo a la alteración que introducen en la geometría urbana los restos de ciertas obras. En las tres piezas destaca el ritmo: evidente en Barbadillo y contenido en Asins, Delgado lo produce inscribiendo en exactos rectángulos ondulaciones que recuerdan a las de los stoppages de Duchamp, enfatizando el conjunto con el color.
Tal vez las vibraciones de las obras de Delgado se relacionan con las que establece José Piñar. La limpia exactitud del rectángulo de sus cuadros, reiterada en las sucesivas bandas de color, se altera de repente, sembrando de agitación el mismo interior del orden. Algo parecido ocurre con las piezas de José María Bermejo: todos sus componentes pueden definirse geométricamente, pero su conjunción es sobre todo rítmica, haciendo pensar en la música, cuya exactitud (en la Edad Media la consideraban parte de la aritmética) es siempre la cara oculta de una pasión. Los papeles de Enrique Quevedo (que hacen pensar en pentagramas) son aún más sutiles: las líneas no se entrelazan ni se ondulan, sino sencillamente abandonan una continuidad para atenerse a otra, trazando figuras con extraños relieves.
En cuatro de los autores que concurren a la muestra el protagonista es, más que la línea, el plano. Así ocurre con Juan Carlos López. El trazado comienza en el mismo soporte: deshace suavemente la exactitud del rectángulo de papel, como preparando un adecuado alojamiento a los sucesivos planos, cuyas superposiciones imposibles recuerdan, conceptualmente, a ciertos estudios de Moholy Nagy. Fernando Clemente, más aventurero, une en sugerente simbiosis formas geométricas e ilusiones de la tercera dimensión: así, sus dos cuadros, el rombo, que se antoja motivo central, aparece ante un plano, que podría ser un fondo, y sobre otro que le sirve de apoyo. La ilusión, sin embargo, desaparece pronto dada la solvencia de la construcción geométrica. Algo parecido puede ocurrir con las tres obras de Norberto Gil que, en vez de sus cuidados interiores, presenta tres piezas que tienen ecos planimétricos e incluso paisajísticos, valores que oscilan con la ajustada geometría de las obras. En los tres autores el color juega un papel decisivo que contrasta con la obra de Andrés Monteagudo: también es un estudio con una considerable presencia del plano pero se resuelve justamente con los llamados no-colores, el blanco y el negro, logrando una vigorosa construcción con ecos de los autores rusos de entreguerras.
He querido terminar con los trabajos del autor más veterano, Diego Ruiz Cortés, y de Ruth Morán, la más joven de la muestra (junto a Norberto Gil). Pero los asocio no por razones de edad sino porque en sus obras la línea está unida a valores que parecen ofrecerse al tacto antes que a la vista. Las construcciones geométricas de Ruiz Cortés se han hecho sobre un tipo de papel y con unos lápices que dan a sus trabajos una textura lanosa, mientras en las abstracciones de Ruth Morán, las líneas hacen pensar de inmediato en el gesto de la autora que establece una considerable variedad de texturas y ritmos. Así, estas obras establecen una tensión de interés entre la consistencia y exactitud de la línea (con sus dosis de indiferencia y anonimato), y la mano que, al trazar, deja su huella sobre el papel.
La exposición es, más que un muestrario, una confrontación entre modos de hacer arte valiéndose de las formas más elementales. Por eso deja constancia del inagotable atractivo de la geometría.
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