Humor de la mejor estirpe

En la segunda entrega de la trilogía Titmuss, John Mortimer continuó con su hilarante retrato de la sociedad inglesa de provincias, centrado ahora en los años salvajes del thatcherismo.

El narrador y dramaturgo inglés John Mortimer (Londres, 1923-The Chilterns, 2009).
El narrador y dramaturgo inglés John Mortimer (Londres, 1923-The Chilterns, 2009).
Ignacio F. Garmendia

23 de febrero 2014 - 05:00

El regreso de Titmuss. John Mortimer. Traducción de Magdalena Palmer. Libros del Asteroide. Barcelona, 2014. 312 páginas. 21,95 euros

Cuando se habla del humor inglés, cuya presencia en esa literatura no puede reducirse a los autores ingleses ni a los considerados humorísticos, lo habitual es remontarse al menos hasta el siglo XVIII de la mano de gigantes como Jonathan Swift o el doctor Johnson para llegar, en un recorrido donde las etapas imprescindibles se cuentan por decenas, a escritores del siglo XX que se mueven entre los tonos amables y hasta cierto punto complacientes de Wodehouse y los más corrosivos -y sin duda más estimulantes- de Evelyn Waugh, siendo este último uno de los paradigmas de la feliz combinación entre el ingenio demoledor y la calidad de la escritura. Pero por un lado nos referimos a una corriente viva que continúa dando frutos, rara vez accesibles entre nosotros salvo en el caso de los nombres más prestigiosos, y por otra es mucho lo que ignoramos todavía, incluso limitándonos al siglo pasado, los lectores en español, que hasta hace un año apenas habíamos oído hablar, por ejemplo, de John Mortimer. Lo que conocemos de su obra -las novelas Un paraíso inalcanzable (1985) y la ahora traducida El regreso de Titmuss (1990), ambas publicadas por Asteroide y partes de la trilogía que cerró la aún inédita The Sound of Trumpets (1998)- permite ubicar a Mortimer como un novelista no sólo divertido sino de gran talento, en la estela de esa tradición permanentemente renovada.

La segunda entrega de la serie retoma bastantes de los personajes de Un paraíso inalcanzable, pero no es necesario -aunque desde luego parece deseable, independientemente del orden que adopte la lectura- conocer la novela anterior para seguir las peripecias de los habitantes de Rapstone Fanner, un pueblo de la campiña inglesa sobre el que se cierne la amenaza de una urbanización desaforada que arruinaría su belleza natural y la tranquilidad de sus vecinos. Son los años del thatcherismo y los líderes tories predican el evangelio de la prosperidad sin pararse en barras, acusando de vagos, reaccionarios o privilegiados -¿les suena el discurso?- a quienes desconfían de los beneficios, ciertamente cuestionables, de la oleada modernizadora. Una de las paradojas de aquel tiempo infausto, aunque no pueda negarse que siguió a otro igualmente calamitoso, es el modo en que los agresivos paladines de las políticas liberalizadoras arremetieron contra todo lo que les parecía viejo y caduco. "Mi queja hacia este partido conservador -dice uno de los personajes- es que no consigue conservar nada".

El hombre que da título a la entrega y a la trilogía, Leslie Titmuss, de orígenes humildes y permanentemente obsesionado por la humillación a la que lo sometieron sus correligionarios de la clase acomodada, se ha convertido en un político de éxito -ministro de Territorio, Urbanismo y Fomento en uno de los gabinetes de la dama de hierro, cuyo legendario cardado ilustra la cubierta de la edición española- que destaca por sus discursos desinhibidos y proverbialmente mordaces. O sin complejos, como decía el otro. El ingenio de Mortimer convierte a Titmuss en el primer cruzado de la causa y en su principal víctima, cuando sus intereses privados colisionan con los valores que defiende en público. Tras perder a su primera mujer, de la que se hablaba largo en Un paraíso inalcanzable, Titmuss ha conocido a una viuda encantadora, Jenny Sidonia, a la que propone matrimonio -ella acepta, sin saber muy bien por qué- pese a la obvia disparidad de caracteres. El antagonista del ambicioso ministro -dejando aparte al anterior marido de su nueva esposa, hacia quien el político siente unos enfermizos celos retrospectivos- es Fred Simcox, un médico rural que no ha heredado la pasión por la militancia de su padre el ya fallecido reverendo Simcox, notorio socialista y dueño de una cervecera, pero al que sus vecinos acaban enredando para que se ponga al frente de la plataforma opositora al proyecto urbanizador de Rapstone Fanner.

Es evidente la actualidad de la trama -se diría que la devastación inmobiliaria funciona por oleadas cíclicas, lo sorprendente es cómo los promotores han seguido defendiendo los mismos argumentos, desastre tras desastre- y se hace difícil no celebrar los trazos satíricos con los que Mortimer caracteriza a los círculos del poder, pero como ya ocurría en Un paraíso inalcanzable el narrador -y en ello reside su grandeza como moralista, esto es, como retratista de costumbres- no se limita a caricaturizar a los presuntuosos miembros del Gobierno o a sus beneficiarios inmediatos, mezquinos, interesados o abiertamente corruptos, sino que su mirada implacable, aunque templada por un fondo compasivo que humaniza a los personajes, incluso a los más odiosos, desnuda del mismo modo los defectos, carencias o servidumbres de quienes plantan cara a los especuladores y a sus cómplices. Ninguno de aquellos se libra y al mismo tiempo todos tienen sus razones, más o menos absurdas, contradictorias o engañosas pero asumidas con naturalidad, como ocurre en la vida misma.

Vemos de este modo a viejas damas ridículas, a terratenientes sin escrúpulos, a políticos intrigantes y segundones conspiradores, a propietarios confabulados con la vista puesta en el botín, pero también a un matrimonio formado por profesionales del altruismo, a los poco ejemplares responsables de una granja ecológica de conejos o a un sombrío guardabosques cuyo aprecio por los tejones excede con mucho el que le merece el género humano, incluida su propia familia. Frente a lo que a veces se afirma, el humor no implica necesariamente la crueldad, aunque combina bien con la melancolía, y Mortimer pertenece a esa estirpe, hasta cierto punto cervantina, que extrae de los fracasos una comicidad no exenta de ternura.

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