Humillados y ofendidos

Crítica 'Techo y comida'

Natalia de Molina se entrega en el papel de una madre soltera sin empleo en 'Techo y comida'.
Manuel J. Lombardo

08 de diciembre 2015 - 05:00

TECHO Y COMIDA. Drama social, España, 2015, 93 min. Dirección y guión: Juan Miguel del Castillo. Fotografía: Manuel Montero. Música: Miguel Carabante. Intérpretes: Natalia de Molina, Mariana Cordero, Jaime López, Mercedes Hoyos, Gaspar Campuzano, Montse Torrent, Manuel Tallafé.

Nos hemos quejado muchas veces de la escasa o nula capacidad de nuestro cine industrial para reflejar con cierta urgencia y voluntad crítica eso que se llama "realidad social" más inmediata. Primero B, sobre la vista oral entre Bárcenas y el juez Ruz, y ahora esta Techo y comida, un filme que afronta de manera explícita el problema del paro, la crisis y los desahucios, vienen a desmentirlo, aunque sea desde la modestia casi marginal de sus propuestas, pero tirando a dar donde más le duele hoy a la opinión pública y publicada.

La película del jerezano Juan Miguel del Castillo asume así su condición de filme de tema y denuncia sobre las consecuencias humanas de la crisis con unas maneras muy aseguradas propia de un debut que no quiere riesgos, a saber, tirando de ese realismo dramático básico y crudo que no confía tanto en el poder de la forma como en la eficacia de las situaciones (escritas), la verosimilitud ambiental y las prestaciones de un elenco capaz de insuflar ese plus de intensidad verista de acento y clase social.

Se trata aquí de acompañar, en un claro ejercicio de búsqueda de empatía, la odisea literal por la supervivencia (techo y comida) de una joven madre soltera sin empleo y su hijo acuciados por una orden de desahucio en un barrio de periferia de Jerez, un periplo trufado de problemas, obstáculos y contratiempos hasta el punto en que se diría que no hay escena sin conflicto ni conflicto sin escena. Resulta evidente que este esquema acumulativo responde a los propósitos didácticos y opresivos del filme, pero al mismo tiempo revela una ingenuidad y una sombría insistencia en su tesis que visibiliza demasiado sus costuras.

No es menos cierto que Natalia de Molina aguanta con entereza y solidez el enorme peso dramático de su personaje y la mirada casi constante de la cámara en su búsqueda de salida, en el proceso de la vergüenza, la ilusión fugaz, la desesperación y la mentira que se activan. No puede decirse lo mismo de sus acompañantes, a los que se nota la condición de apósitos de un formato realista que, en ocasiones, roza las maneras del viejo costumbrismo de barrio.

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