T. E. Hulme: basta de rosas
La Universidad Diego Portales publica la primera antología en castellano del británico, un poeta fulgurante de pensamiento efervescente y exaltado.
LA ARCILLA EXTENDIDA. NOTAS, ENSAYOS, POEMAS. T. E. Hulme. Universidad Diego Portales, 2015, 232 págs. 15 euros.
El 28 de septiembre de 1917 un obús volaba en pedazos a T. E. Hulme, quien según cuentan las crónicas caminaba tan ensimismado en sus pensamientos que no escuchó el estrépito del proyectil que se le venía encima. Lo poco que quedó de él recibió sepultura en el cementerio militar de Koksidje, en Flandes, bajo el epitafio "Uno de los poetas de la guerra". Una pronta antología, Speculations, editada por Herbert Read en 1924, su compleja amistad con Ezra Pound y, especialmente, un par de afirmaciones de T. S. Eliot, para el que Hulme, "predecesor de una nueva mentalidad, que sería la del siglo XX", fue responsable de "dos o tres de los más bellos poemas breves que se hayan escrito jamás en lengua inglesa", sacarían para siempre del anonimato a quien tenía todas las cartas para desaparecer en él: un treintañero de efervescente inteligencia que bosquejaba sus visionarias opiniones sobre filosofía, arte o política en artículos y conferencias y que con esa edad había publicado en The New Age la Obra poética completa de T. E. Hulme, compuesta por cinco poemas que no sumaban entre ellos ni cincuenta versos.
Esta primera antología de Hulme en castellano, que edita la Universidad Diego Portales en su Colección Indicios, nos proporciona así el provechoso ejercicio de atender al nacimiento de una sensibilidad intelectual que, entre los despliegues y repliegues del XIX y el XX, busca su particular afirmación una vez que las inevitables influencias (Maurras, Bergson, Worringer o Riegl) van siendo tamizadas por las experiencias propias. Hablamos, entonces, de un vasto e informe ideario aún en forma de esquema, de notas a desarrollar, de proto-ensayos, que, como bien señala Juan Antonio Montiel en su pertinente introducción al volumen, nos traen noticias de esa otra modernidad, conservadora y exaltada, con la que hay que contar si se quiere entender de dónde venimos. Son los signos, apunta Montiel intentando alumbrar al potencial lector joven y posmoderno, "de una de las varias veces que el mundo se acabó", un contexto de premura vital que llevaba aparejado el de la urgencia por la expresión justo cuando el lenguaje caía en el descrédito y la desconfianza. Ahí hay que ir a buscar a Hulme, en una compleja avanzadilla transformadora pero anti-utópica, esencialista pero anti-tradicional, severa pero que se inclina con absoluta naturalidad a la realidad social y humana que la cobija.
Este pensamiento fulgurante y abarcador alienta tanto los ensayos terminados, Romanticismo y clasicismo y Una charla sobre la poesía moderna, las reseñas sobre exposiciones de pintura contemporánea británica y los escasos poemas que Hulme dio por definitivos, como los apuntes, a veces telegráficos, de futuras publicaciones nunca llevadas a cabo, por ejemplo las Notas sobre el lenguaje y el estilo o el fascinante Rescoldos. Y puede que este hecho, la apariencia final de un sistema unitario quebrado, abortado antes de tiempo, donde no obstante se vislumbran las relaciones entre filosofía, estética o política, sea la clave de la pervivencia del legado hulmeano.
Se traduce esto en una sugerente matemática (disciplina que, curiosamente, estudiara el escritor en Cambridge), en una manera clara y directa de expresión y seducción que subyace a todos sus escritos y que muestra una actitud, es decir, una decidida manera de insuflar vida a los conocimientos. No hay retórica cuando Hulme carga contra el hombre romantizado, reserva de infinitas posibilidades, y propone el propio del clasicismo, el animal estable y limitado del que sólo puede extraerse algo decente mediante la organización y la disciplina. Tampoco cuando prescribe para él una poesía sin abracadabras (sin "infinitos" ni "almas"; sin "rosas" ni "poetas cantores") que al tiempo que lo libera de la telaraña prosística lo pone en relación creativa con la arcilla primigenia, con un ejercicio de la metáfora y la fantasía que lo retrotrae a un antes del lenguaje, cuando en la mente aparecían imágenes de cuyo frotamiento nacían chispas. Ni cuando le hace ver en la plástica abstracta y geométrica un plus de intensidad, un más allá de lo razonable y descriptible (de la ingenuidad de utópicos, naturalistas, liberales y socialistas) donde la verdad se intuye sin por ello confundir al visionario con un Dios, como según él pretendía el humanismo renacentista luego exacerbado por los románticos.
La desgraciada desaparición de Hulme supuso que estas iluminaciones, este apasionante materialismo elusivo, quedasen como colgando a la espera de una síntesis definitiva que nunca llegaría. Pero quizás sus más postreros escritos, sin embargo, no sean sino la guinda perfecta de una personalidad sólo contradictoria para los prejuiciosos. Se trata de un improvisado diario de guerra aquí recogido (en realidad un compendio del puñado de cartas que alcanzó a mandar desde el frente) y en el que el soldado poeta describe el desmoralizador día a día en las trincheras. Una trágica cotidianidad a la que Hulme se apuntó voluntario tras cargar en artículos de prensa contra los pacifistas ingleses que no veían peligro en el expansionismo germánico. Para él, la estirpe humana descendiente de Caín sólo poseía "bienes precarios", pero estos había que preservarlos.
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