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Horizonte de incertidumbre

Crítica 'El porvenir'

Isabelle Huppert y Roman Kolinka, en una escena de la nueva película de Mia Hansen-Løve.
Manuel J. Lombardo

27 de septiembre 2016 - 05:00

El porvenir. Drama, Francia, 2016, 103 min. Dirección y guión: Mia Hansen-Løve. Fotografía: Dennis Lenoir. Intérpretes: Isabelle Huppert, Edith Scob, Roman Kolinka, André Marcon, Sarah Le Picard, Solal Forte, Elise Lhomeau, Lionel Dray.

Tras el traspiés de Eden, en la que Mia Hansen-Løve buscaba una cierta recapitulación generacional a través del relato del nacimiento y el ocaso de la música dance, El porvenir nos la devuelve a su territorio natural, a saber, a los márgenes de la familia y el retrato femenino como ámbitos de pleno dominio, ya demostrado en Todo está perdonado, El padre de mis hijos y Primer amor.

Focalizada en torno a una Isabelle Huppert poderosa, enérgica y omnipresente, El porvenir camina sobre un tempo fluido de aire novelesco, siguiendo el paso firme y decidido de una mujer de mediana edad que ve como su mundo de ideas (es profesora de Filosofía y escritora) y confort burgués se verá resquebrajado por los acontecimientos: la infidelidad y la separación del marido, la enfermedad y la muerte de la madre, la decadencia del modelo intelectual en el que se ha forjado profesionalmente, el distanciamiento con uno de sus pupilos y herederos, una sociedad convulsa que se manifiesta en las calles...

En el cine de Hansen-Løve se siente siempre con pasmosa naturalidad el paso del tiempo y las estaciones, marco para una estructura narrativa que progresa siempre con determinación y economía, entre escenas breves y elocuentes que se hacen eco, desde el prólogo junto a la tumba de Chateaubriand al final en el piso familiar en el día de Navidad, sin la sensación de asistir a la ilustración del material escrito. Un cine sin miedo a las citas y al pensamiento en el que se habla de libros, de música, de filosofía y de política, también de gatos y de comida.

El porvenir nos reconcilia así con el tiempo de la vida entrelazado con el poder elíptico y sintético del relato, con una Huppert de carne y hueso que se desestabiliza ante nosotros sin grandes gestos ni catarsis melodramáticas. En su recorrido físico (anda, corre, sube escaleras, da clase, habla por teléfono, se mete en el fango...) por las imágenes puede sentirse perfectamente el peso de su propia batalla interna, el desmoronamiento de un mundo que ella creía cerrado y pleno, y en su mirada hacia los espacios y lugares en los que fue feliz tal vez sin saberlo, una despedida que obliga a afrontar el futuro como nuevo y único horizonte de incertidumbre.

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