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El otra vez conmemorado Luis Cernuda, que se quejó amargamente de no ser atendido o no lo suficiente por sus contemporáneos y dijo haber escrito para los lectores del futuro, no fue ni será nunca un poeta popular, como no lo es ni lo será, en la parte de su obra más ardua y ambiciosa, Juan Ramón Jiménez, lo que no impide que uno y otro -junto a don Antonio Machado, por supuesto- se disputen la condición de más alto poeta español del siglo XX, si de una competición se tratara. Lo del poeta de Moguer y el menor de los Machado admite poca discusión. Tal vez sea esa tercera presencia, independientemente del lugar que ocupe en el escalafón, la que suscite más dudas, pues muchos otros lectores mencionarían a Federico García Lorca y alguno -como Andrés Trapiello- diría Miguel de Unamuno. De lo que no cabe dudar, al margen de la elevada estima en que se tenía a sí mismo, es de que Cernuda acertó a la hora de prever que la posteridad lo celebraría como a uno de los grandes.
La obra crítica en torno a la poesía de Cernuda es ingente e incluye entre los comentaristas a escritores y poetas importantes, pero a la hora de analizar su poesía -once libros recogidos en las sucesivas ediciones de La Realidad y el Deseo- disponemos además de un testimonio lógicamente sesgado pero muy valioso del propio Cernuda, que fue no sólo un excelente prosista sino un crítico perspicaz, el famoso Historial de un libro en el que recorrió su propia trayectoria. Por este impagable opúsculo sabemos de sus tempranas lecturas de Bécquer, del estímulo de su mentor Salinas -o de Guillén, como revela el título de su inaugural Perfil de aire, luego alterado-, del conocimiento de los clásicos españoles o de los modernos franceses, en los comienzos de su itinerario poético. Es todavía un Cernuda de tonos simbolistas y cierto aire decadente, aunque ya con predilección por el lenguaje hablado. En línea con los intereses de su generación, el poeta experimentaría después con la moda gongorina en Égloga, Elegía, Oda, escrito el año del homenaje fundacional del Ateneo y lastrado por una frialdad neoclásica o parnasiana -la de la poesía pura- donde se percibe asimismo el influjo de Mallarmé. Y también con el surrealismo, que asumió de forma paralela al desarrollo de su identidad sexual como una doble rebelión frente a los cánones morales y estéticos, plasmada en dos libros que se cuentan entre lo mejor que ha dado entre nosotros la poesía de vanguardia: Un río, un amor y Los amores prohibidos. En ellos recoge Cernuda su visión de sí mismo como individuo aislado en medio de una realidad hostil, así como la conciencia irreductible de su singularidad.
Es un planteamiento deudor de la sensibilidad romántica que se acentúa en sus dos libros siguientes, Donde habite el olvido e Invocaciones, que cierran la etapa de formación de la lírica cernudiana e integrarán con los anteriores la primera edición de su poesía reunida, publicada el año del asesinato de Lorca, quien meses antes había celebrado en el sevillano al "gran poeta del misterio". Abandonando sus veleidades experimentales, Cernuda vuelve a Bécquer y recibe el influjo de Hölderlin, por el que le llega, de otro modo, la luz auroral de Grecia. Se abre a continuación la larga etapa del exilio o de los exilios en Inglaterra y América, donde el poeta encuentra su registro más característico, entre confesional y metafísico. Las nubes y Como quien espera el alba son libros cimeros, por emplear un adjetivo que le era grato. Pero también sus poemarios últimos, de títulos tan expresivos como Vivir sin estar viviendo, Con las horas contadas -que contiene la memorable serie de Poemas para un cuerpo- y el postrero Desolación de la Quimera. En ellos ensaya Cernuda ese tono frío, exacto, distanciado, intelectual, en ocasiones seco pero casi siempre armonioso, que supuso una novedad decisiva en el verso castellano y proyectaría un enorme ascendiente en la poesía posterior.
En esos años, los del doloroso desarraigo, está el Cernuda más imperecedero, el que marca una cumbre permanentemente visible. La lengua inglesa, de la mano de autores como Blake, Keats, Browning o, sobre todo, Eliot, impregnó el último tramo de su obra poética y le hizo abandonar cualquier forma de ampulosidad. "No siempre he sabido, o podido, mantener la distancia entre el hombre que sufre y el poeta que crea". No siempre, cabe añadir, han salido de ese íntimo conflicto versos tan hermosos y perdurables como los de Luis Cernuda.
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