Grecia desvelada
Los hijos de Atenea | Crítica
Partiendo del mito fundacional de la autoctonía, Nicole Loraux estudió el imaginario no sólo político de Atenas y los conflictos que latían en el discurso oficial sobre la división de los sexos
La ficha
Los hijos de Atenea. Ideas atenienses sobre la ciudadanía y la división de sexos. Nicole Loraux. Trad. Montserrat Jufresa. Acantilado. Barcelona, 2018. 384 páginas. 22 euros
Fallecida a comienzos del milenio, la helenista y antropóloga Nicole Loraux perteneció a la renombrada escuela de París, fundada por el gran Jean Pierre Vernant y en la que profesaron autores tan principales como Pierre Vidal-Naquet y Marcel Detienne, renovadores de los estudios clásicos en los que abordaron aspectos desatendidos por la visión tradicional de una Grecia idealizada -y además estanca, por completo ajena a las categorías del presente- como paradigma casi inmutable. No es que no fueran verdaderos los datos transmitidos por la abundantísima bibliografía sobre la Antigüedad, sino que estos habían relegado a los márgenes o al olvido a sectores enteros de la sociedad -los extranjeros, las mujeres, los esclavos- que por estar situados fuera de la vida política no tuvieron -o tuvieron apenas- reflejo en las instituciones ni dejaron en los textos un rastro acorde a su importancia en la vida real. Ese rastro existe, sin embargo, y a partir de lo que los griegos dijeron o no dijeron de sí mismos es posible reconstruir las tensiones y los conflictos que latían en el discurso oficial, deliberadamente silenciados pero no del todo invisibles. Los mitos del origen, las divisiones en el seno de la polis, las implicaciones de la ciudadanía o las fronteras entre lo femenino y lo masculino, fueron algunos de los campos de estudio en los que Loraux dejó contribuciones de primer orden, que a la vez que alumbraban esos y otros aspectos desatendidos ofrecían categorías válidas para pensar o enfrentar los problemas de nuestra época contemporánea.
Según una de las versiones del mito, el famoso adivino del ciclo tebano perdió la vista -como recordaba Loraux en Las experiencias de Tiresias, también disponible en Acantilado- después de haber contemplado a Atenea desnuda, y es esa mirada directa, sin los velos interpuestos por los propios griegos o la tradición posterior, la que reclamaba la estudiosa -que se definía a sí misma como "historiadora de imaginarios"- a la hora de analizar las fuentes y su contenido no expreso. En Los hijos de Atenea, publicado originalmente en 1981, Loraux reunió cinco trabajos donde analizaba el mito fundacional de la autoctonía, la estrecha y paradójica relación entre la diosa Atenea y la ciudad que aún hoy lleva su nombre, y el modo cómo la cuna de la democracia formuló una idea de los orígenes y de la ciudadanía que prescindía de las mujeres incluso en su papel, insoslayable, de madres y garantes de la reproducción y la continuidad de las generaciones. Se trata de temas complejos y hay que precisar que hablamos de estricta literatura académica, que exige del lector esfuerzo y familiaridad con el contexto de la Grecia clásica, pero tanto los enfoques como los conceptos son claros y también lo son las premisas y las conclusiones. En Atenas, que es aquí el escenario, ni siquiera existía, al contrario que en otras ciudades griegas, una palabra que designara a "las atenienses", pero la exclusión política no es la única vertiente de un hecho cultural -la problemática relación de los atenienses con las mujeres- que se extiende a los terrenos del mito, el imaginario cívico o la literatura.
El mito de la autoctonía, compartido por otras polis y por otros pueblos -pensemos en los germanos del relato de Tácito o en los vascos de los desvaríos sabinianos- que se preciaban de no haberse movido del solar originario, tenía en Atenas una figura, la de Erictonio, que lo encarnaba de modo literal, dado que el "primer ateniense" nació, de la simiente de Hefesto, directamente de la Tierra. Prohijado por Atenea, careció, como ella misma, de madre natural, pues la diosa protectora encarnaba cualidades, como la sabiduría o el ardor guerrero, tradicionalmente masculinas: había nacido, ya armada, de la cabeza de Zeus y por lo tanto tampoco tenía madre, pero además se mantuvo virgen (parthénos) del mismo modo que Artemisa. Era así una diosa, aunque diosa, muy poco femenina, de modo que su preeminencia en la ciudad no resultaba inquietante para los varones, que llevando al límite su desconfianza habrían deseado, dice Loraux, una comunidad donde la generación no dependiera de las mujeres. Ellas, sin embargo, estaban ahí, domesticadas o confinadas al oikos, y presentes también en los mitos, en el recinto sagrado de la Acrópolis o en el teatro, donde el distanciamiento permitía aproximaciones insólitas, como las escenificadas en la comedia Lisístrata de Aristófanes o en la tragedia Ion de Eurípides, a las que la autora dedica estudios ejemplares por su capacidad para ver más allá de lo que se muestra. El despliegue comprende otros espacios cívicos, el repertorio iconográfico o géneros como las oraciones fúnebres -la celebérrima de Pericles escamotea la figura de la madre, al hablar de dos padres para cada ciudadano- en los que se pone de manifiesto la ambigua y a menudo contradictoria representación de las mujeres en el sistema de ideas y creencias de la polis. La lucidez y la perspicacia de Loraux abren así un cauce para interpretar de manera crítica lo que los atenienses expresaban, pero también lo que callaban o temían. No otra es la actitud deseable a la hora de abordar los relatos políticos, religiosos e institucionales de cualquier tiempo.
El linaje de Pandora
De un lado estaban los atenienses, y del otro, simplemente, las mujeres: los ciudadanos de pleno derecho, orgullosos del mito de la autoctonía colectiva, frente a las descendientes de una criatura artificial, Pandora, también presente en la Acrópolis, que fue creada cuando ya existía la humanidad y dio inicio a un linaje –la proverbial "raza de las mujeres"– que introdujo la discordia entre los hombres y los dioses. Los griegos, dice Loraux, que se centra en la Teogonía, donde la "primera mujer" no tiene nombre, fueron muy fieles al relato de Hesiodo, en el que se asigna a la funesta estirpe, vista siempre como una amenaza, un espacio –aún no sexual– separado desde el principio. La disimetría del mito se traslada a la política y tiene por supuesto su reflejo en la literatura, donde desde el feroz yambo de Semónides hasta la más benévola comedia ática podemos encontrar todas las formas posibles de la misoginia. Son caracterizaciones e insultos que han sido muchas veces consignados, pero Loraux sugiere que esta impugnación casi obsesiva también revela un temor de fondo: "Ante las mujeres, el hombre se encuentra frente a sí mismo: pequeño, insignificante, en una palabra, confundido".
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