Hernández y los contrastes del flamenco
El escritor abre la cita con un texto que gira en torno a las ideas de gracia y gravedad. El autor ahonda en sus recuerdos en un discurso de marcado carácter literario.
El escritor Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1943) tomó ayer el testigo de Luis Rosales y José Luis Ortiz Nuevo y pronunció el tercer Pregón Literario en la Historia de la Bienal. El autor de El mar era una tarde con campanas o Vestida de novia parecía el sucesor idóneo para el encargo: el flamenco siempre ha formado parte de su imaginario literario, y también en su biografía el narrador y poeta ha estado vinculado a artistas del mundo jondo tanto en su infancia gaditana como en su madurez madrileña. Pero con este pregón, Hernández se ha mirado de nuevo en el espejo de Luis Rosales, amigo y maestro, un referente en su juventud desde que el granadino formara parte del jurado que le concedió el Premio Adonáis y que le inspiraría décadas más tarde Nueva York después de muerto, el libro por el que se hizo con el Premio Nacional de Poesía y el Nacional de la Crítica.
En el Espacio Santa Clara, Hernández ahondó en su texto, titulado Entre la gracia y la tristeza, en los contrastes y la convivencia de los extremos que hacen grande el flamenco. En la rara sabiduría que concluye que todo es una verdad y su contrario, porque aquello que brota del alma es una materia turbia que no puede tomarse por certeza, o un agua cristalina que se escapa. "Hacia afuera y hacia adentro. Ambas cosas: gracia y gravedad. Corazón y sabiduría. Ambas cosas y mucho más podremos comprobarlo a partir de mañana. Por ejemplo, que hasta los jazmines tienen sombra, y, sin embargo, no pierden el olor. Por ejemplo, que todo puede atarse menos el paso del tiempo. Por ejemplo, que lo clásico es; que lo experimental puede llegar a serlo. Por ejemplo, que la herida y la cicatriz son marcas de la misma sangre, pero que una queda siempre como emblema del sufrimiento que es historia. Por ejemplo, que existe una especie de gozo pariente de esa tristeza". Lecciones arraigadas dentro de uno, que van a avivarse como un fuego en este tramo que aguarda de la Bienal. "Que nuestro mejor amigo se llama corazón y hoy comienza a latir con más fuerza por tonás, por seguiriyas, por soleares, por fandangos, por cantiñas, por farrucas, por sevillanas... durante 25 días".
El autor empezó su intervención recuperando una anécdota: la de un cantaor vejado por la vida y por un señorito que se niega a pagarle más que lo consumido en una fiesta, un personaje que incluso en la miseria es capaz de "las sentencias más geniales y fulgurantes", al que Hernández llama Antonio en homenaje al Cojo Peroche, al que "era un regalo del Cielo escucharlo o escuchar de sus peripecias lo que los aficionados cuentan como la definición y catálogo de la gracia pura".
La gracia en el flamenco, contaba ayer Hernández, "ha venido siendo como la otra cara del drama que no se da sólo cuando el cantaor, o la cantaora, abre la boca para reunir lo consuetudinario y lo ancestral con un grito. La gracia que tiene el arte de hacer delicioso el dolor (...) Y es que la solear lo dice como un resumen de la más precisa y redonda filosofía del pueblo: Que yo cantar no quería. / Que nadie sabe la pena / que me cuesta la alegría". Ya recogió esa ambivalencia Hernández en un libro que escribió siendo un muchacho, antes de alcanzar la veintena: "Los hombres de mi tierra / sufren y aún no quieren confesarlo, / gimen y lo enmascaran con su cante, / en la sonrisa se les nota el látigo".
El poeta nació, recuerda, "escuchando flamenco, me acostaba escuchando cante y me despertaba con una seguiriya o un mirabrás. Me lo cantaban casi en sus brazos Pepe Pinto, La Niña de Antequera o la de La Puebla, Pepe Marchena, Manolo El Malagueño". No se trataba, explica Hernández, "de un encantamiento ni de una visión celeste (...) Era, más prosaicamente, que mi abuelo Ramírez regentaba un teatro y era dueño de una fonda y un bar junto a ella".
Fue un pregón sobre el flamenco, sobre las decenas de profesionales de este campo que Hernández ha conocido -de algunos de ellos ha hablado en libros como Sangrefría- y admirado, un deslumbramiento que compartió con el auditorio. "En el cante y en el baile fulge esa luz configurada que eleva la sorpresa entre lo sórdido cotidiano, abejas que hace volar Dionisos cuanto un Antonio Ruiz nos ofrenda su gallo de pasión; Gades nos concede el parentesco súbito de dioses que nos puebla repentinamente o Mario Maya nos lleva hasta las raíces del secreto y Manuela Vargas, o Matilde Coral, Merche Esmeralda, La Yerbabuena o Cristina Hoyos, van explicando en su instante supremo de flora divergente la convergencia extraña de las contradicciones. El corazón, ese demiurgo que tiene razones que la razón desconoce según lo explique Pascal o el no menos grande Víctor Hugo".
Pero el de ayer fue también un pregón sobre literatura: sobre los poetas que se han acercado a lo jondo. Los Machado, Rafael Montesinos, Quevedo, Juan Ramón Jiménez. Tanto la literatura como el flamenco se crecen en los claroscuros, las contradicciones, del alma humana, ésas de las que habló Hernández en su intervención. "Cantar es recordar aquellos tiempos felices en que fuimos tan desgraciados porque en el cante vive la esperanza y es en la memoria del corazón donde habitan los ausentes, y en este querido valle de lágrimas y risas el recuerdo es lo único que nos regala un poco de eternidad. El cante y el baile, por supuesto".
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