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J. R. Moehringer narra en 'El bar de las grandes esperanzas', uno de los libros más alabados del año, su iniciación a la vida adulta entre copas de madrugada

El escritor y periodista J.R. Moehringer (Nueva York, 1964).
Francisco Camero

15 de noviembre 2015 - 05:00

EL BAR DE LAS GRANDES ESPERANZAS. J.R. Moehringer. Trad. Juanjo Estrella. Duomo. Barcelona, 2015. 464 páginas. 19,80 euros.

Llegamos a El bar de las grandes esperanzas algunos meses después de leer Open, las estupendas memorias de André Agassi (quien de hecho recurrió a J. R. Moehringer para escribirlas al caer rendido ante las del autor, éstas de las que vamos a hablar ahora); tras asistir al bombardeo por tierra, mar y aire que en los últimos tiempos ha decidido proclamar, en una de esas corrientes de unanimidad aplastante tan propias de estos días, que este libro es uno de los más brillantes y conmovedores de los últimos meses, puede que años y tal vez siglos; e incluso después de la recomendación personal, apasionada y totalmente desinteresada de cierto buen amigo que se cuenta, por lo demás, entre los lectores de cuyo criterio más se fía quien escribe. Y sin embargo... El bar de las grandes esperanzas nos ha parecido un buen libro, una lectura fluida, disfrutable y cercana, pero no más que eso, un buen libro. Lo cual no habría parecido precisamente poco, ni remotamente, de no haber mediado tamaño runrún. Tarde o temprano, en fin, siempre acabamos acordándonos de aquello que dijo uno de los titanes de la novela francesa del XIX: que uno de los grandes problemas de la vida son las expectativas.

El caso -para hablar ya de lo que ocurre dentro del libro y no en torno a él- es que Moehringer, ahí donde lo ven, con su semblante de wasp imperial, con su sonrisa de perfección dental humillante y un Premio Pulitzer dándole gloria al currículum, las pasó putísimas. No sólo por tener que abrirse camino en la vida sin tener un duro, que también, sino sobre todo por crecer en el contagioso clima de derrota y fatalismo de una familia disfuncional: "Padre ausente. Madre cansada. Tío turbio. Abuelos tristes. Un apellido raro que suscita burlas y confusión", escribe casi como una letanía al comienzo de este libro -unas memorias escritas y ordenadas al modo de una bildungsroman canónica- que en esencia trata, como lo hacía también Open, de la cruda y desconcertante batalla sin cuartel que a menudo entraña averiguar quién es uno verdaderamente y qué espera de sí mismo y de los demás, es decir, de la vida con y sin bellas ideas abstractas.

El motor de su búsqueda y el generador de su vacío es, inexorablemente, ese padre ausente. Una figura al principio envuelta en cierto misterio y encanto romántico, un golfo carismático que por la noche pincha discos de rock en una emisora de radio, y a la postre un tipo más bien penoso y sórdido, caso radical de no-adulto irresponsable, egoísta e infeliz. Sin esa figura paterna, agrandada y embellecida por la ausencia, con una vida de prestado en casa del despótico abuelo y una madre desencantada y reventada por los trabajos de mierda, el joven, inseguro y neurótico Moehringer se refugiará en el bar de las grandes esperanzas, manifiesto guiño dickensiano al nombre del local y a la esencia de su aventura vital de muchacho inocente y sin recursos pero brillante y con un corazón henchido de nobleza, dispuesto, a pesar de tenerlo todo en contra, a no bajar los brazos ante las innumerables mezquindades de la vida adulta.

En el bar Dickens, más tarde Publicans, en el "pueblecito" de Mannhasset, una especie de ciudad-dormitorio de Nueva York, Moehringer buscará, hambriento, aprender las lecciones que su padre no le dio, primero bajo el ala de su tío el turbio, camarero en el bar donde cada noche se transfigura (de sombra que arrastra los pies en la casa del abuelo a idolatrado maestro de ceremonias), y poco a poco en compañía de toda su pandilla, los parroquianos más fieles del bar. Y esos hombres, todos solitarios y excéntricos, perdedores de pura cepa cada uno a su manera, le enseñarán, por ejemplo, "la importancia de la confianza"; "No había más. Pero era bastante. Y aquello, más tarde lo supe, lo era todo", escribe.

El bar de las grandes esperanzas no es nada machote, pero sí muy masculino. La tierna épica de madrugadas empapadas en alcohol y la coreografía de rondas, los silencios, las chanzas y los sobreentendidos consensuados durante media vida y las confidencias inesperadas a media luz, la repentina y embriagada suavidad con la que el tiempo parece detenerse en mitad de la noche y la intervención de códigos privados hasta para ir un momento a orinar... todo, absolutamente todo en el libro tiene que ver con un intenso sentimiento de camaradería, de esa clase de vínculo difícil de categorizar, seguramente inexpresable, pero en todo caso clara y rotundamente vinculado a la peculiar semiótica de la amistad entre hombres.

Bajo esa luz el Moehringer de hoy irá compartiendo y recordando con ironía, sentido del humor y claroscuros emocionales los ritos de paso de toda vida, los puntos de giro más decisivos que lo condujeron a él hacia lo que es hoy, desde las turbulencias del amor hasta sus comienzos en el periodismo como pringado-explotado-para-todo en TheNew York Times, que desde luego no auguraban el fenomenal éxito profesional que más tarde alcanzaría. Al final, del libro recordamos un tono, una complicidad, un modo -muy estadounidense- de contar historias muy íntimas sin avergonzarse de los sentimientos, ni de uno mismo por permitirse expresarlos. Es esa calidez, esa empatía sin freno a la que apela el relato, ese fe de quien te abre su alma porque sabeque va a ser imposible que no lo entiendas, lo que consigue que al cabo no importe demasiado que lo que te está contando lo hayas leído, escuchado y visto miles de veces.

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