Guy Maddin: frenesí primitivo y posmoderno
Maddin desea ser un cineasta reconocible y que no llame a engaño: sus imágenes, sus sonidos y los ritmos que los entremezclan deben, antes de arrancar, vocear su condición de artesano de espaldas a la realidad, la verosimilitud y la contención: el encuadre ya no es ventana desde la que mejor mirar el mundo, sino lienzo en el que se pinta desde la imaginación creadora, y la de Maddin está atestada de referencias al cine del exceso plástico, coreográfico y pasional. Por un lado la poética del cine mudo, invocada para participar de su plus fantasmagórico y de su naturaleza descentrada; por otro, los autores de la urgencia seriada (del serial primitivo a la serie B norteamericana), y del melodrama desaforado y aéreo (Borzage, Sternberg, Sirk). Ingredientes todos que finalizan hechos papilla en la misma batidora posmoderna que fragmenta los estilos que después serán servidos en artificial hilvanado (se trata de otra dimensión frankensteiniana de las máquinas del cine, opuesta a la que Burch viera en la base fotográfica que hacía, de nuevo, aparecer y moverse al ya fallecido). El cine, así, no hace sino perseguir el destino artístico que en él viera Arnheim: sería arte en tanto evitara su naturaleza registradora, generadora de huellas e índices de lo real. Maddin sigue esta línea, pero en él pesan, lógicamente, las décadas, y ya el gesto estilizado y barroco se filtra a través del ojo resabiado, y la sobreimpresión elegante e inefable va seguida, por ejemplo, del pasaje granguiñolesco y gore.
Se editan, entre nosotros, dos de sus largometrajes y un puñado de cortos. Dracula: pages from a virgin's diary es el efecto de llevar a la pantalla -al estilo Maddin- un ballet sobre el clásico de Stoker, y The saddest music in the world, un melodrama familiar proyectado sobre un multitudinario e internacional concurso que persigue, con fines aviesos, encontrar, en tiempos de depresión y prohibición, la canción más triste del mundo. Muda la primera, y muy sonora la segunda, en ambas habita una extraña melancolía -determinada por el peso intertextual y, uno intuye y luego confirma, por la infancia y vida en familia del niño y joven Maddin- que encuentra el punto de fuga en apartes de frenesí liberador y catártico: es indudable que Maddin se maneja mucho mejor en el metraje corto, y sus largos se elevan cuando la forma deviene exaltada y dionisiaca (como las concentradas minipelículas The heart of the world o Sissy boy slap party).
Al final, a uno sólo le queda preguntarse sobre el porqué de tantos tipos raros en Canadá: Egoyan, Cronenberg, Maddin... Cine de soledad y sueño.
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