Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
El fin de la clase ociosa: de Romanones al estraperlo, 1900-1950. Miguel Artola Blanco. Alianza Ensayo. Madrid, 2015. 312 páginas. 22 euros.
En sus memorias, esencialmente políticas, el conde de Romanones desliza de soslayo el recuerdo del salón de la duquesa de Medinaceli que regentaba en su señorial palacio frente a las Cortes. Acudían allí personajes de la nobleza más linajuda, junto a políticos de fuste, diplomáticos, escritores y el maestro de los cronistas de salones, Valdeiglesias. Algunos de ellos volvían a verse en el Nuevo Club, y los más íntimos, en las cacerías.
Este mundo, el Gran mundo, estaba perfectamente delimitado para sus integrantes y tenía vocación de liderazgo universal, no en el terreno político, parcela que la aristocracia transitó poco y miró casi siempre con desdén, sino en el de la vida social y el buen gusto que dominaba con maestría. Retratarlo ha sido, sin embargo, un asunto pendiente para los historiadores españoles. Y que sepamos el libro de Miguel Artola Blanco es el primero que lo aborda de manera monográfica, aunque limitada a la ciudad de Madrid.
La aristocracia residente en la capital de España que recupera este documentado estudio retenía todavía en la primera mitad del siglo XX gran parte del patrimonio y la riqueza heredados de sus antepasados, pero había conseguido además atesorar un capital de relaciones sociales que exhibía en fiestas, espectáculos privados y en formas de consumo sólo al alcance de unos privilegiados. Por si fuera poco, sus valores, asociados al honor familiar, la liberalidad y un estilo de vida culto y distinguido, resistían en la cumbre de la escala del rango y del prestigio públicos.
Artola utiliza con acierto la categoría de clase y la más reciente de hábito social, que toma de Pierre Bourdieu, para enhebrar con sutileza la urdimbre de este tapiz de lujo: la identidad y forma de vida de lo que llama con acierto la clase ociosa. En el centro del suntuoso paño, la grandeza, que según familias gastaba modos castizos o elegantes. Alrededor, en aleves círculos, la aristocracia culturalmente asimilada: banqueros, industriales, consejeros, terratenientes y rentistas. Las fronteras imprecisas entre estos grupos quedan señaladas por la posibilidad de acceso a los signos de reconocimiento de lo que ellos mismos llamaban la sociedad lo que se traducía en el dominio de las claves para desenvolverse con brillantez en la vida mundana.
Los mayores patrocinadores de eventos sociales de Madrid fueron los duques de Fernán-Núñez, a cuya documentación privada, perfectamente organizada, ha tenido acceso el autor. A sus reputadas fiestas de la Casa-palacio de Montellano acudían los linajes más antiguos (Alba, Medinaceli, Infantado) aunque ocasionalmente fueran invitados políticos (Primo de Rivera, Maura, Dato, Alcalá Zamora), militares de alto rango y personal diplomático de las embajadas de Gran Bretaña, Francia o Alemania que rivalizaban con los anfitriones en prosapia familiar y exquisita educación. Los principales banqueros de la capital, los marqueses de Aldama y Urquijo quedaron excluidos de los saraos de la aristocrática casa hasta el gran baile de 1925, al que también acudió, confundido entre los más de mil invitados de la fiesta, el único intelectual que figura registrado en el memorándum del evento: don Gregorio Marañón.
La Guerra Civil no significó, según Artola, una cesura tajante en los valores y formas de vida de la aristocracia española, aunque puso a prueba su adaptación a la Nueva España de los nuevos ricos. El declive de las familias vendrá en los años 50 de la mano de la pérdida del prestigio de los principios que habían informado su estilo de vida, despertando la admiración de los lectores de La Época o Blanco y Negro. La retórica del régimen de Franco, exaltadora de la disciplina y el trabajo, desautorizó el ideal del ocio, rebajándolo a vulgar despilfarro. La clase ociosa llegó entonces a su fin, cerró palacios y hoteles, replegada en la intimidad de los pisos del ensanche.
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