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Morirse no es cosa que habríamos esperado de George Steiner. Como Borges y como Canetti, esos otros ancianos perpetuos a los que le unían la erudición redundante, la pedantería y el genio, esperábamos que viviría para siempre, que resistiría al paso del tiempo fundido a esas letras de bronce, las de la Literatura con mayúscula, a las que unió su destino desde un tiempo del que no conservamos memoria. De tanto frecuentar a los clásicos, Steiner se había convertido en clásico: la suya, como la del ya también difunto Harold Bloom, era toda una manera de entender la literatura, con sus modismos, vicios y lugares comunes, todo un trayecto particular por el largo sendero que lleva de Homero a los posmodernos y del que él parecía conocer cada meandro con histérico detalle. Al leer a Steiner, uno fluctuaba (fluctúa y fluctuará, porque la vida puede ser breve, pero el arte la alarga) entre un doble embarazo: el de la sorpresa desmedida ante todo lo que este hombre sabía, el de la incomodidad desmedida por todo lo que nos acusaba de no saber.
Si bien practicó también el arte de la ficción, su principal ocupación fue la de espectador, es decir, crítico. Uno sospecha que durante toda su vida sufrió la persecución de esas furias, las de la vergüenza, las del pudor: habría querido ser otra cosa. "¿Quién querría ser crítico literario si pudiera poner los versos a cantar –leemos en el artículo que abre Lenguaje y silencio, que se remonta hasta 1963–, o componer, a partir de su propio ser mortal, una ficción viva, un personaje perdurable?". Y más allá: "El crítico vive de segunda mano". Y a esa perpetua labor de mudanza él se resignó, de alquiler en alquiler, instalándose en habitaciones ajenas que supo amueblar de tal modo que casi se le convirtieron en propias; un inventario distraído de todos esos inmuebles mueve fácilmente al vértigo: compartió piso con Kafka, Hermann Broch, Spinoza, Dante, Shakespeare, Claude Lévi-Strauss, Mann y Merimée, Lawrence Durrell, Lukács y un largo etcétera que parece inútil estirar.
No voy a detenerme en minucias biográficas, que bastante llenan hoy las páginas del resto de periódicos; más allá de los libros, sólo un detalle de su existencia importa, y es uno al que ni siquiera asistió: Auschwitz. Consciente desde el principio de su responsabilidad como intelectual judío, retomó la antorcha de Benjamin, Adorno y los supervivientes de la Shoah para refrendar en cada una de sus páginas aquella cita tan repetida, pero no sé si cierta, de que era imposible escribir poesía después de Auschwitz. La verdad, no parece coincidencia que Steiner haya decidido desaparecer ahora que nos llega la noticia, envuelta en escalofrío, de que Auschwitz se ha convertido al turismo de masas y los visitantes practican el selfie frente al acceso a las cámaras de gas: es como el epítome o el gran redoble de tambor de su propia filosofía. Ese hombrecito apocado, casi calvo, con las gafas en la punta de la nariz y la chaqueta de punto del abuelo, no había dejado de vaticinarlo desde decenas de libros y los millares de artículos que les antecedieron: la cultura se empobrece a marchas forzadas, los valores de los clásicos se hunden bajo la lluvia de basura con que nos abruman el capitalismo y la idiocia, el humanismo se ha convertido en un bien de consumo más que cotiza a la baja en los mostradores. En sus momentos más tremebundos, el autor de Gramáticas de la creación (entre otros muchos títulos memorables) podía dejar atrás al mismísimo Jeremías, o a aquella de sus encarnaciones que pintó otro gran clásico judío, Joseph Roth.
Prefiero, en la hora de su marcha, más que al perenne agorero que recorre el mundo anunciando el cataclismo, más que al profeta, un tanto cómico y un tanto insufrible, del futuro sin valores, recordar al hombre sabio. Al que dominaba cinco lenguas vivas, más las que no están, al interesado en el germen de las literaturas humanas y el modo misterioso en que pueden retratar el terror y el anhelo, el capaz de abandonar al socaire, casi sin pretenderlo, iluminaciones sobresalientes sobre una obra o un autor del pasado en las que jamás se nos habría ocurrido reparar. Sé que él creyó, que confió en que su gran legado habría de ser ese prisma moral, esa forma comprometida de entender el arte que haría a la vida humana merecedora de la memoria, del futuro en todos sus sentidos, pero, muy a su pesar, no creo que sea lo más valioso que deja: prefiero el ingenio, el brillo, la atención al detalle, el oído abierto al giro de un verso o el quiebro de una idea, todo aquello que lo convirtió en seguramente el mejor crítico literario del siglo que se fue, a pesar de lo negras que las chimeneas de Auschwitz le hicieran ver las cosas.
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