García: hombre de nadie, hombre de todos
Este Manolo García nunca fue el último de la fila. Pisaba los escenarios con arrebato, con voz engalanada, que regalaba las estrofas como si obsequiara con un collar a la amada, a esas mujeres del público con faldas por encima de las rodillas, encandiladas con los pasodobles y unas rumbas enjuagadas en la Barceloneta, junto al Somorrostro gitano. Manolo García había sido cartero en Badalona, a la que cantó con Serrat, y conocía Barcelona como la palma de su mano. Una mano de callos y trabajo duro entre hermanos, sin dejar los libros y sin descuidar la guitarra con la que se alegraban el corazón. En la calle Caspe, en Radio Barcelona, tuvo su primera gran oportunidad este Bisbal en sepia, como las fotos de primera comunión. Manolo, el hijo de Antonio. Tan de Barcelona. Tan catalán porque para eso había nacido en Andalucía. Tan español. Un patriota de canciones siempre bien vestido y sonriente, impecable en sus formas y en sus gestos. En su declamación y en sus sentires. Por muy cañís que fueran sus cantos, Manolo nunca sonó patriotero. Ni franquista. Nunca fue de nadie, sino de todos. De las abuelas, de las madres y de las hijas. De los obreros que sentían siempre simpatía por uno de sus iguales. Manolo el de Y viva España, que nunca sonó facha, sino como un alegre piropo geofísico y trompetero. De tarde de fútbol y copa de anís. Un requiebro sentimental al vino, a las mujeres y a los compadres. Y a los toros que veía en la Monumental. Qué tiempos aquellos de la fiesta nacional a la vera del Paseo de San Juan.
Este Manolo García era tan español que se casó, en Colonia, con una alemana sin entender entonces ni papa del idioma de Angela Merkel. Y cuyo mayor éxito musical, ese Y viva España, fue escrito por dos belgas y pensado para que lo cantara una flamenca. Una flamenca de Flandes, Samantha, que suena así como espía de novela de John Le Carré. Antes de ser un éxito en España la copla fue cantada en holandés, alemán, noruego, danés y finlandés. Antes del euro, el pasodoble rompía todas las fronteras.
Manolo, culé de Kubala, Moreno y Manchón; charnego, emigrante almeriense en una industriosa Cataluña que entonces despertaba admiración y simpatías, fue el cantante de los emigrantes. Su Porompompero, trabalenguas en labios foráneos, era la banda sonora de un país acomplejado, aún oscuro y con tantos prejuicios que sólo podían aliviar sanos trovadores como este hombre de firmes entradas y patillas sinceras. Aunque llegaran otras modas y muchos extranjeros. Aunque se inventaran las discotecas y los 40 Principales, Manolo Escobar siempre tenía su sitio. Su canción de verano perpetua, su película con Concha Velasco, la minifalda más pizpireta que hubo en la cartelera, y el cariño incondicional del pueblo llano. Una aclamación popular que no necesitaba de las urnas que comenzaban a surgir.
García Escobar tenía la custodia de la elegancia hispánica y coplera, del madrigal a las madrecitas y del Mi pequeña flor a Vanessa, toda una promesa, su hija, versión andaluza del De niña a mujer de Julio el de Miami.
Ya no era la España de los bandoleros y los carros robados, pero la Costa Brava y la Costa del Sol se las zamparon los concejales de Urbanismo. Manolo era el rastro de una época que se antojaba naíf. Pero no. El hijo de Antonio mantenía su público, aunque no fueran las multitudes de sus buenos tiempos de vinilo. España cambió. Pero no tanto como para olvidarlo. Y que no se le olvide.
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