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Las palabras rotas | Crítica
'Las palabras rotas'. Luis García Montero. Alfaguara. Madrid, 2019. 232 páginas. 19 euros
Suyos tengo otros libros más recientes, pero la antología de Luis García Montero editada por Tusquets (2006) se convirtió en un manual durante mi adolescencia. Con él aprendí muchas cosas que considero inalterables y fundamentales hoy: de amor, de política, de ciudadanía, del buen hacer, de poesía. También entendí que la literatura no era –o no sólo– algo que reposaba en mi mesita de noche, sino que debía salir fuera, compartirse y proclamarse. Por eso acudí numerosas veces a recitales y conferencias en las que siempre repetía lo mismo y repasaba también los mismos nombres: Machado, Alberti, García Lorca, Cernuda, Gil de Biedma.
Porque siempre repetía lo mismo no me extrañó su candidatura por Izquierda Unida para la presidencia de la Comunidad de Madrid en 2015, pero sufrió la misma suerte que su PCE, al que tantos querían pero ninguno votó. No sé si fue ese su mayor mazazo, pero si bien es cierto que me fui despegando de su poesía –de forma natural–, desde antes ya oía cómo a él y a unos cuantos, más o menos de su quinta, les llamaban "carcas" y pasaban a estar vistísimos y pasadísimos. Hoy se traduciría a pollavieja, que es así como una palabra arrugada y que responde, entre otras cosas, a lo que parece antiguo y de lo que, además, no hay nada que aprender, sólo desterrar.
El documental que protagonizó lo terminó de colocar en el mainstream y su elección como director del Instituto Cervantes enojó a los que ya sabíamos, pero también a algunos poetas jóvenes, que desde Oculta Lit (una revista recomendable para quien quiera seguir las propuestas poéticas más actuales) esgrimieron que su concepto de poesía de la experiencia es reducido y simplificado. Entre las razones para pensar que su nombramiento no fue una buena idea alegan lo acaecido en 2012 con el Premio Ciudad de Burgos, que, siendo él presidente del jurado, se concedió a un poeta (Daniel Rodríguez Moya) que no estaba entre los preseleccionados. La réplica de García Montero levanta, como mínimo, sospechas: el simple hecho de hacer algo por "costumbre" y no por norma se opone a muchas de las cosas que defiende el poeta en su reciente ensayo Las palabras rotas.
Habrá quien no lo lea porque pensará que no tiene nada nuevo que decirle y quien lo conozca encontrará lo mismo de siempre en este libro. García Montero busca en él honrar a las palabras que desde su aprendizaje poético y político lo han conducido en la vida: Verdad, Amor, Identidad, Bondad, Tiempo, Conciencia. A través de ellas vuelve a decir "las cosas de siempre para una conciencia vigilante". También cuenta lo que Pasolini llamó "la desaparición de las luciérnagas".
"En los primeros años del 60, a causa del envenenamiento del aire y sobre todo, en el campo, a causa del envenenamiento del agua (...) comenzaron a desaparecer las luciérnagas (...) Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: un hombre anciano que tenga tal recuerdo no se puede reconocer a sí mismo joven en los nuevos jóvenes, y por lo tanto no puede tener los bellos sentimientos de antes". Pasolini, dice García Montero, "reconocía mirar el mundo desde un tiempo viejo". "Una herida grave impedía el diálogo generacional, la transmisión de experiencias". En su caso fue el capitalismo y las transformaciones sociales que trajo con él lo que impedía "el compromiso de lo viejo con el futuro".
No nos estamos entendiendo. A causa de sus deleznables declaraciones sobre el feminismo y las mujeres, a Carlos Saura se le ha insultado mucho, hasta el punto de equipararlo a Bertín Osborne. Pero él (con sus 87 años) es machista igual que lo son nuestros abuelos, y si han dispuesto de tiempo y modos de revisarse (si le hubiese comentado lo de revisarse a mi abuelo materno, cultísimo como era, me miraría entre la risa y la incomprensión) también han tenido la misma comodidad que el patriarcado les ha proporcionado siempre para seguir en sus trece.
Despreciar en consecuencia a Saura y desconfiar de todo lo que opine es peligroso, porque si bien su mundo es otro debería interesarnos lo que tiene que decir de éste. Percibo algo entre horror y mofa por lo viejo: cuando muchísimos se calzaban el filtro viejuno del Face App, además de en los datos que le estábamos regalando a los rusos, pensaba en lo que apunta Ingrid Guardiola en El ojo y la navaja: "La pérdida del sentido histórico de las imágenes se corresponde con la devaluación del rol que ocupa la experiencia y la memoria en los individuos y las comunidades".
García Montero reconoce en este libro que "fue un error grave de interpretación de la historia lo que llevó al Partido Comunista a no presentar en las primeras elecciones democráticas a candidatos de las generaciones jóvenes". Carlos Saura no debe abanderar nada hoy, pero eso no nos exime de considerar su valía, al igual que los comunistas de antaño consideraron la de Pasionaria y Rafael Alberti. No le exijo a Saura que se ponga al día como no se lo exijo a mi abuelo (aunque sería fantástico y ejemplar), pero le agradezco infinitamente que en 1973 dirigiera Ana y los lobos (descaradamente parecida a Caza menor, novela de Elena Soriano, por cierto).
Se trata de volver a leer a García Montero para recordar lo que importa, las luchas que aún no se han resuelto: la verdad frente a la posverdad, la colectividad frente al individualismo neoliberal, la política de la Bondad ("sanidad pública, educación igualitaria, legislación laboral atenta a los derechos de los trabajadores y oposición al racismo y a la homofobia"), el compromiso en el Amor en esta era acelerada. "La tentación es pensar que nada tiene arreglo. Pero la tarea es volver al relato humano que se detenga a meditar en un progreso melancólico, sin los mandatos de la productividad absoluta y con confianza en las leyes ordenadoras que impidan la separación de la historia y la vida".
Gracias, Luis, por recordarnos lo mismo de siempre, porque es importante y coherente. Ahora la editorial podrá añadir la alabanza de una mujer a la solapa porque, oye, todas son de hombres.
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