Funeral para un futuro posible

Luis García Montero afronta en su nuevo libro, 'Balada en la muerte de la poesía', editado por Visor, el entierro del género para demostrar su necesaria resurrección.

Luis García Montero (Granada, 1958) regresa con un libro que reflexiona alrededor de la poesía: sobre su legado, su futuro y los males que la rodean.
Luis García Montero (Granada, 1958) regresa con un libro que reflexiona alrededor de la poesía: sobre su legado, su futuro y los males que la rodean.
Alejandro Simón Partal

10 de abril 2016 - 05:00

Balada en la muerte de la poesía. Luis García Montero. Visor. Madrid, 2016. 64 páginas. 18 euros.

Qué extraño desajuste, qué compromiso, intemperie o inercia empuja a alguien a dedicar más de 35 años de su vida a la poesía. Qué cosa esa que acorrala a alguien a pasar una vida construyendo en soledad algo que no pidió ser construido, sosteniendo algo que casi nunca responde. El año pasado el poeta -catedrático, novelista, ensayista, pero sobre todo poeta- Luis García Montero celebraba esta cifra redonda con una edición de su poesía completa publicada por la editorial Tusquets. Hay poetas que reúnen su trabajo para verse en perspectiva, y aceptar que ese extraño desajuste no acabó tan mal. Otros, muy pocos, consiguen con esa recapitulación no sólo hacer balance de su obra, sino hacerlo del género en las últimas décadas, consiguen explicar a través de sus poemarios nuestra poesía contemporánea, nuestra realidad. Y ese es el caso de Luis García Montero. Y eso es francamente más.

Después de tantos años de compromiso y responsabilidad con el poema, un día el poeta se entera por la televisión de la muerte de la poesía, y a partir de ese titular avanza este artefacto estético de mecha ética que es su nuevo libro, Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016), donde afronta la muerte del género para ordenar la paradoja sentimental que deja su herencia, y recuperar a la vez lo que siempre está por venir. "La poesía ha muerto, dice (…) Once segundos, como un endecasílabo, y ya parece una noticia vieja". La noticia de su muerte llega con la misma precisión devoradora que acabó por arrinconarla en el rincón más triste de nuestro tiempo: la confusión en las formas, la mercancía en el fondo. El prime time para la poesía sólo podía suponer muerte: un entierro con Lucrecio, Garcilaso, Szymborska, Baudelaire o Rosalía sólo podía ser viral: "No fue un crimen. Fue la lenta, silenciosa, abandonada manera de actuar del mes de octubre. Fue la ejecución dictada por los años cuando deciden quedarse sin estaciones y sin tiempo". Años sin responsabilidad ni conciencia que imponen un tiempo que no nos reconoce nuestro lugar en el tiempo. Años dominados por la barbarie y por una sociedad de consumo que contribuye directamente a la estupidización colectiva, donde a la poesía sólo le quedaba morirse o matarse.

"Sólo quiero buscar una tristeza común", escribe García Montero en esta íntima crónica retransmitida para romper con este presente, más de perfiles que de humanos, y hallar así una renovada desolación de la quimera. Nada como la muerte para repasar los logros de este cadáver y reivindicar su tiempo lento, sus palabras precisas, su intolerancia a todo lo pactado, sus fronteras hechas de países donde las pasiones no se limitan al odio. Los acordes de esta balada acompañan a los que miran con voluntad lo que está por venir, donde el amor es la única certeza.

Estos poemas en prosa, muy bien acompañados por los dibujos y las presencias del pintor granadino Juan Vida, parecen un decálogo para el adiós, pero no es más que un manual para la resistencia, una reivindicación de un futuro que te necesita; porque la vida es lo que permanece y a esa tarea de lo perdurable sin resultado es a lo que aspiran los poetas: a crear un diálogo que dice verdades elementales, transparentes, vivas, para que la poesía no se confunda con arqueología, para que la persona no se confunda con el cliente: "Me niego a la fatalidad, aunque mis gafas hayan perdido su graduación y mis amigos sus matrimonios".

A pesar de que medie una muerte, con sus llamadas, sus trajes para los entierros, su cortejo de podredumbre con el recuento de los amigos que ya no están (Rafael, Jaime, Ángel, Javier o José Emilio) y con el recuento de los amigos a los que habría que avisar para que preparasen lo que se prepara cuando casi nada tiene sentido: "La poesía ha muerto y cada uno de los conjurados desaparece en el espejo". A quien realmente se pretende enterrar es al vocabulario de este crimen -"utilidad, mercantilismo, demanda, eficacia, nuevos tiempos, caracteres, prisa, cambio de época, ayer"-, que no reconoce logos ni comunicación en la sinrazón del consumo salvaje y de las enfermedades narcisistas. Ese es el escorpión dorado que pulula por estos poemas. Es él el que impide la vinculación con el otro a la que aspira la violencia interior del poema. Ese escorpión es el único que aquí realmente la palma. Y así lo canta "porque el miedo no conoce el silencio como un abandono no comprende la libertad de estar solo".

Estos poemas póstumos y urgentes de hoy, con todo el compromiso o desajuste o intemperie o inercia del mañana. Y del poeta que aquí los construye con gratitud y serenidad, con paciencia y convicción, como las resurrecciones verosímiles, como el futuro que se cumple y que ya reconoce.

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