ENSEMBLE DIDEROT | CRÍTICA
Guerra y música en Berlín
La singularidad de esta obra reside, en cierto modo, en dos cuestiones contrapuestas. Una primera es la investigación del profesor Rojas-Marcos, donde se demuestra con exhaustividad y rigor la inexistencia de un pintor flamenco, Francisco Frutet, discípulo de Rafael, maestro de Murillo y coetáneo de Pedro de Campaña. La segunda, más nebulosa, radica en la creación de Frutet por la propia historiografía del arte. Quiere decirse, pues, que ambos Frutet, el refutado y el espectral, vivo en las compilaciones desde el siglo XVII, son producto de un mismo afán por determinar, clarificar, y en suma, ordenar, la pintura española del siglo XVI. Y sin embargo, no es hasta entrado el siglo XXI cuando concluye un misterio que recuerda, oblicuamente, las etéreas divagaciones sobre la existencia o no de William Shakespeare.
No es hasta finales del XIX cuando Giovanni Morelli da a conocer un nuevo método de atribución para la pintura antigua. Dicho método, de carácter inductivo, es el mismo que utilizarán, unos años después, el Sherlock Holmes de Conan Dolyle y la técnica psicoanalítica de Sigmund Freud. Es también en ese momento, según nos informa Jesús Rojas-Marcos, cuando críticos como Édouard Fétis, o algo más tarde, nuestro José Gestoso, dudarán de la existencia de Frutet, así de la atribución de sus obras, que resultaron ser de Frans Floris y los hermanos Francken. El origen de este fabuloso equívoco está, sin embargo, en un sencillo error de traducción. Donde el Palomino tradujo Antonio Flores por Frans Floris, Ceán Bermúdez quiso ver, no al reputado pintor flamenco, que jamás había vivido en Sevilla, sino a un desconocido Francisco Frutet, cuya biografía fue incrementándose de un siglo a otro. El resultado fue la inverosímil corpulencia, la perpetuación histórica y vital de un error lingüístico. Un error -he aquí lo extraordinario del caso- donde la fantasía es hija de la erudición, y no del libre discurrir poético.
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