Fragmento de ‘La Babilonia, 1580’
Adelanto editorial
Tras la exitosa trilogía protagonizada por la inspectora Camino Vargas, compuesta por 'Progenie', 'Especie' y 'Planeta', Susana Martín Gijón regresa el martes a las librerías con 'La Babilonia, 1580' (Alfaguara), su primera novela histórica, de la que adelantamos su primer capítulo.
26 de abril del año del Señor de 1562
El calor se abate como plomo derretido sobre la muchedumbre.
Sin embargo, no parece importar a los miles de personas aglutinadas en la plaza. Desde la aristocracia hasta los más desamparados de la sociedad, nadie quiere perderse el espectáculo.
Hace tres jornadas que está llegando el público, tanto que en toda Sevilla no se hallan posadas y muchos han trasnochado a la intemperie. La ciudad está engalanada de punta a punta. Balcones, fachadas y ventanas lucen tapices y colgaduras para festejar la ocasión. Aun así, tan solo los más adelantados entre los pecheros han logrado un buen sitio en el andamiaje. Los palcos están reservados para las autoridades, que comienzan a aparecer con sus comitivas. Ellas no necesitan madrugar; los marqueses, señoras y caballeros muy principales tampoco: tienen su emplazamiento en una grada preparada a tal efecto. Para quien posee los dineros, pero no la condición, se cuece un tejemaneje de subastas en las que más de uno desembolsa sus buenos ducados.
La mayoría de la concurrencia conversa en grupos alegres. Hay quien comisquea altramuces o piñones que ofrecen a voz en grito los vendedores ambulantes. También quien le da de buena gana a las vituallas que ha portado consigo, o quien se ha hecho con una empanada de puerco adobado o un poco de aloja para amenizar la espera.
No faltan las hordas de mendigos, amén de tullidos, ciegos, cojos y mancos, aunque la mitad de las veces tan solo lo son durante el tiempo que se prolonga su exposición pública. Todos, los fingidos y los reales, se lamentan con igual empeño. No cejan en sus plañidos hasta hacer soltar alguna moneda o bien acabar increpando con una sarta de obscenidades que harían escandalizarse al estibador más curtido.
Tampoco escasean los ladronzuelos que hurtan el lienzo o la bolsa al primero que se despista. No en vano la picaresca es la forma de supervivencia de estos tiempos.
Entre toda esa marabunta, un hombre permanece apostado en una esquina con un bebé de piel oscura en los brazos. Tan solo cuando la cría arranca a llorar, se balancea torpemente para acunarla. Su semblante duro y reseco, el ceño fruncido sobre las cejas hirsutas, la barba cerrada, los labios prietos bajo un mostacho tupido y los recios brazos le confieren el aspecto de fulano con el que uno no quiere meterse en problemas. A ello contribuye la faca envainada que cuelga del cinto a la altura de los riñones.
La plaza de San Francisco ya es un hervidero. Lejos de barruntarse el cansancio o el desagrado ante el hedor agrio de la turbamulta, la expectación es creciente. Hace casi dos años de la última celebración y se prevé una jornada memorable.
Los carpinteros se afanan en los últimos retoques. El damasco carmesí resplandece con el boato requerido para la ocasión. En cuanto al tablado, supera los sesenta pies de largo. Al fin se acerca el momento de la conclusión pública y grandiosa de todos los trabajos, que embellecen la ya de por sí elegante plaza, con el majestuoso edificio del Cabildo, su doble galería porticada y su suelo empedrado.
El barullo aumenta de volumen. Por el ala siniestra de la plaza asoma la procesión. Unos minutos después, la cruz verde se muestra expuesta en el estrado. Ahora sí, la función puede comenzar.
Más de treinta hombres y mujeres avanzan en medio de una escolta de soldados del cuerpo especial de la Zarza. Tras ellos, los familiares de la Inquisición, esos informantes al servicio de la causa. Visten distinguidos ropajes negros y portan el estandarte con orgullo. En contraposición, el andar trabajoso de los penitenciados denota el largo encarcelamiento en el castillo de Triana y las torturas sufridas en su cámara de los tormentos. Tras meses de penurias, sus carnes flacas les caen como un disfraz de pellejos que quisiera separarse del cuerpo.
La mayoría han sido acusados de herejes en un auto ejemplar. Todos llevan velas en las manos, y la coroza, ese capirote humillante, les cubre la cabeza como símbolo de castigo.
El público se enfervoriza al ver a los portadores de sambenitos negros pintados con las llamas del infierno. Son los sentenciados a muerte y fuego. Se escuchan abucheos e injurias de todo tipo. Alguien arroja una col podrida que abre la veda. Sigue una nube de frutas y verduras aderezada con palos y algún que otro pedrusco. Una piedra lanzada con puntería va a dar en la frente de un penitenciado, que cae al suelo con la sangre tiñendo su semblante de calavera. Varios familiares de la Inquisición lo levantan y lo llevan a rastras hasta el tablado. Detrás del cortejo de muerte, a caballo con gualdrapas de terciopelo, llegan circunspectos los señores inquisidores, alguaciles, jueces y secretarios. Ya no falta nadie.
Tras el sermón, sigue la lectura de las sentencias. Hay alborozo ante la severidad mostrada para con los herejes luteranos, quienes pasarán por la hoguera, ya sea en carne y hueso o en la simbólica efigie, caso de que hayan logrado huir de la justicia. Los cuerpos de nueve desdichados arderán antes de que caiga el sol. Entre ellos está el componedor de imprenta Sebastián Martínez, sentenciado por sus coplas heréticas. Los condenados en efigie son muchos y muy conocidos al pertenecer la mayoría al monasterio de San Isidoro del Campo: el sevillano Antonio del Corro o los extremeños Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera son algunos de los más abucheados. No se libran las mujeres. Nombres de la talla de Ana de Mairena o María de Trigueros pasarán también por el cadalso, así como la hereje Nali de Villanueva o la vecina de Gibraleón Leonor Gómez con sus tres hijas.
Varias horas después, en un escenario muy distinto, el hombre con el bebé ha presenciado la segunda parte del proceso. Está en el prado de San Sebastián, un llano desde el que se avista la ciudad amurallada.
Los condenados a la hoguera han pasado a manos de la justicia seglar, que ha ejecutado su misión con presteza. Las piras trágicas ya han ardido y tan solo permanecen los restos del naufragio: los postes en que ataron a las víctimas, las capas de carbón impregnado en grasa humana, una costilla calcinada, algún fragmento de tela que el aire ha salvado de la quema, la trenza chamuscada de una mujer, una medalla combada por el fuego. La ceniza sobrevuela por doquier y en el ambiente perdura el hedor inconfundible de la carne quemada.
Si no fuera por un ligero temblor en la mandíbula, el hombre bien podría pasar por una estatua como las que han ardido junto a los penados. No se movió cuando dieron garrote a los arrepentidos, antes de prender las hogueras. Tampoco cuando los cuerpos se transformaron en antorchas humanas, cuyo resplandor iluminó la tarde. Ni siquiera cuando aquella madre, pertinaz hasta el tablado, comenzó a aullar al contemplar cómo las lenguas de fuego devoraban a sus hijas.
Solo cuando los soldados han recogido los cuerpos reducidos a huesos y pavesas y los han introducido en sacos mugrientos, cuando la mayoría del público ya ha abandonado el lugar y la noche empieza a caer, el hombre emerge de su propia conmoción. Si alguien le hubiera mirado a los ojos, habría visto un dolor inconmensurable. Y un poco más al fondo, en el espacio que ocupan los más velados sentimientos, un atisbo inequívoco de culpa. Habla al bebé con una voz ronca que parece salida del infierno al que hoy han ido a parar varias almas. Ese infierno en el que, así lo desea con todas sus fuerzas, también acabarán los responsables de esto:
—Tu madre ya no está, Damiana. Ahora solo quedas tú.
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