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Frágil como el mundo

Crítica 'La venganza de una mujer'

Una imagen de 'La venganza de una mujer', una obra de madurez en la trayectoria de la portuguesa Rita Azevedo Gomes.
Manuel J. Lombardo

11 de junio 2016 - 05:00

LA VENGANZA DE UNA MUJER. Drama, Portugal, 2012, 100 min. Dirección y guión: Rita Azevedo Gomes. Fotografía: Acácio de Almeida. Intérpretes: Rita Durão, Fernando Rodrigues, Hugo Tourita, Duarte Martins, Francisco Nascimento, Isabel Ruth.

Hay algo de justicia poética en este regreso a Sevilla de La venganza de una mujer tres años después de su paso por el SEFF, un paso demasiado discreto y orillado para su importancia y su belleza, incluida entonces en la programación muy en segunda fila, como con temor a molestar al público.

Ya entonces Rita Azevedo Gomes era nuestro particular tesoro oculto, esa cineasta enorme (O som da Terra a tremer, Frágil como o mundo, A 15ª pedra) descubierta tardíamente que anudaba la mejor y más sabia veta del cine portugués (Oliveira y Monteiro a través de João Bénard da Costa) con ese cine emergente del sonido y la furia que sí que tenía ya espacio y recorrido en los circuitos jóvenes de temporada.

Y ese descubrimiento llegaba además con su séptima película, La venganza de una mujer, un filme de madurez, de control pleno de los elementos, de referencias temáticas, ambientales y estilísticas ineludibles (de Visconti a Ruiz, de Dreyer a Schroeter, de Ophuls a Fassbinder), que se imponía como una auténtica y extemporánea pieza de orfebrería que nos hacía palpar de nuevo las esencias clásicas de una manera de narrar y de poner en escena sin dejar de tener inscrita la impronta reflexiva de la modernidad.

A partir del relato corto de Barbey d'Aurevilly, un texto respetado, traducido y enriquecido sobre un caballero aburrido y su encuentro con una misteriosa mujer caída en desgracia, La venganza de una mujer se recluye en el espacio explícito de la escena y sus bambalinas para trascender todo atisbo de teatralidad con las herramientas más elementales del cine: el movimiento de la cámara, los encuadres precisos, el uso de los reflejos, la luz como creadora de tiempo, el sonido emancipado, las voces, su grano y sus acentos, el montaje, la escenografía, el vestuario, el color, la musicalidad (nunca el repertorio atonal de la Segunda Escuela de Viena encontró mejor acomodo dramático en el cine) y esos actores asombrosos, con Rita Durão al frente, capaces de materializar el fantasma y transfigurar un texto en un melodrama de cámara coreografiado.

Tal vez lo menos relevante aquí sea la evidencia de su juego especular, su ruptura de la cuarta pared con sus entradas y salidas de foro. Más allá de esta puesta en abismo, pronto se impone la carnalidad fantasmal de la palabra, el gozoso encabalgamiento de los relatos de amor trágico, la estasis del cuerpo femenino (un cuerpo narrado y evocado por el hombre) entre unos inolvidables fondos rojos y unos exteriores de artificio que rememoran el dolor inagotable, la herida abierta, la melancolía y el luto infinitos.

Si además de hacer todo esto sin darse la más mínima importancia, resulta que Rita Azevedo es una de las mujeres más encantadoras y generosas que hayamos conocido, lo único que podemos hacer es celebrar este estreno tardío (cortesía de los valientes de Númax), acudir al cine con auténtica devoción, esperar pacientemente su próxima película y, quién sabe, volver a encontrarnos con ella en Martinho da Arcada.

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