Mi querido Dios
Diario de oración | Crítica
Flannery O'Connor logró una voz propia que sigue atrayendo hoy por el misterio de su catolicismo y la profundidad de su ironía
Este diario ahora rescatado permite asomarse a sus temblores espirituales, y a la vez hacer una inmersión en sus primeros esfuerzos literarios
La ficha
Diario de oración. Flannery O'Connor. Trad. Isabel Bernal Ayuso y Guadalupe Arbona Abascal. Encuentro. Madrid, 2018. 118 páginas. 16 euros
Mientras Flannery O'Connor (1925-1964) pergeñaba este diario, escrito entre enero de 1946 y septiembre de 1947, a la vez había comenzado su primera novela, que a la postre sería Sangre sabia y que publicó cinco años más tarde. John Huston llevó al cine una versión de culto sobre las andanzas del tronado predicador Hazel Motes, fundador de la llamada Iglesia de Cristo sin Cristo. Ni el libro ni la película se olvidan fácilmente.
En su segunda novela, Los violentos lo arrebatan (1960), la autora también usó la figura de otro ministro de Dios, igualmente esquizoide, de nombre Rayber. Tanto un pastor como otro (y al igual que sucediera en muchos personajes que aparecen en sus relatos), Flannery O'Connor se sirvió de la sátira religiosa para, entre otros motivos, mostrar el sur, el gótico sur de los Estados Unidos.
De ascendencia católica irlandesa, la escritora había nacido en Georgia, rodeada de lo que entonces se conocía como el cinturón bíblico de mayoría protestante. En aquel paisanaje grotesco, a ratos hiperbólico como una alucinación, fueron frecuentes los vendedores de biblias y predicadores ambulantes.
Recuérdese que un autor apenas citado, Erskine Caldwell, oriundo también de Georgia, fue hijo de un pastor presbiteriano y reflejó en sus polémicas novelas (El camino del tabaco, La parcela de Dios) no sólo aquel ambiente de religiosidad delirante, sino el mundo bajo, subterráneo, de los blancos norteamericanos, a los que reflejó en su miseria e, incluso, en ciertas estampas de bestialismo cultural.
Se suele encuadrar a Flannery O'Connor dentro de toda esta literatura del profundo sur americano. Como es sabido Faulkner se convirtió en farero de esta generación literaria, si bien cada cual –y O'Connor la primera– siguió su propia andadura. De entre las damas del sur, junto a su nada admirada Carson McCullers, O'Connor logró una voz propia, inigualable, que sigue atrayendo hoy por el misterio de su catolicismo y la carga de profundidad, a menudo indescifrable, de su ironía.
Ser del sur y ser católica. Ambas facetas son irrenunciables en su obra. Quienes sientan reparos por su sello católico, nada mejor que escucharla a ella. Dijo una vez que jamás su fe iba a malograr una buena historia. "Mi público son las personas que creen que Dios ha muerto", dijo en otra ocasión en una de sus citas con doble vuelta.
Este Diario de oración hay que leerlo como una primera inmersión en su literatura. Lo escribió en los años ya referidos al inicio. Por entonces había viajado de su Georgia natal para cursar estudios en Iowa, en un ambiente social absolutamente disímil, recién acabada ya la Segunda Guerra Mundial. Pensó hacer periodismo, pero se matriculó en un taller de literatura. Gracias al hallazgo de su amigo W.A. Sessions, autor de la introducción del presente volumen, estos diarios han podido ver la luz (se incluye una reproducción facsímil con anotaciones de puño y letra de la autora).
Flannery O'Connor concibe las entradas de su diario como oraciones a Dios. El lector poco atento o negligente creerá ver páginas, ramalazos de una veinteañera atribulada, crédula y mojigata. Ya dijo San Agustín que a los necios, ni caso. Si algo se colige de estas notas es la segunda lectura que subyace tras una primera cata lectora.
En las llamadas a su "querido Dios" (apela más a la omnipotencia creadora que al propio Cristo, a quien cita poco), Flannery O'Connor le pide que le conceda la gracia. Quiere que Dios interceda en su mediocridad, que la haga buena escritora, pero que no le permita meterlo a la fuerza en su obra. En Iowa leyó a Kafka, Bernanos, Coleridge, Freud y, para ella, al más influyente de todos: el hoy preterido Leon Bloy.
Con Proust dialoga acerca del amor y el deseo, le refuta que no tenga una dimensión natural su anhelo, pero está de acuerdo con él en que sólo perdura el amor que no satisface. Detesta el "asqueroso romanticismo", el enamoramiento vulgar ("Dios mío, arranca estos forúnculos, ampollas y verrugas del romanticismo enfermo"). Siempre tiene miedo a "las manos insidiosas que manosean la oscuridad de mi alma". Y, puesto que se considera de mantequilla, pide a Dios que la haga mística, tan pronto pueda, lo que recuerda a las ansiedades de Teresa de Ávila.
Su diario acaba con fecha de 26 de septiembre de 1947. Se reprueba a sí misma y considera lo escrito una impropia aproximación a Dios. "Hoy he descubierto que soy una glotona de galletas escocesas y de pensamientos eróticos. No hay nada más que decir de mí". Tres años más tarde, conocerá que ha contraído la enfermedad mortal: el lupus. Vivirá sus últimos años retirada en una granja de Georgia, acompañada de pavos reales y de gallinas a las que enseñará a andar hacia atrás. No deja de escribir hasta que muere sin llegar a los 40 años. Suponemos que lo hace en paz con Dios.
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