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El escritor Fernando Aramburu cree que no hay víctimas de primera o de segunda sino que es la perspectiva con la que se mira y defiende el papel de la literatura para ponerles "rostro", algo que hace en su nueva novela, El niño, basada en la explosión de gas que en 1980 en Ortuella (Vizcaya) provocó la muerte de 50 niños.
En la tragedia de Ortuella, ocurrida el 23 de octubre de 1980 en la escuela de la localidad, fallecieron 50 alumnos de entre cinco y seis años y tres adultos, un suceso que ocupó un lugar preferente en la memoria de Aramburu (San Sebastián, 1959) pero que muchas personas han olvidado.
"La memoria humana no es muy fiable cuando está depositada en el cerebro de los ciudadanos. Y estoy un poco sorprendido porque efectivamente, me encuentro con personas de mi época que tenían olvidado el accidente", explica el autor en una entrevista con EFE.
Pudo ser, indica, porque 1980 "cae de lleno" en lo que se denominaron los "años de plomo", de tal forma que en un primer momento circuló la conjetura de que la explosión habría sido un atentado de ETA, cosa que enseguida se desmintió porque se supo que la razón había sido un escape de gas. "Era una época muy dura, con constantes muertos, con tentativas de golpes de Estado, con otras tragedias", como fue el incendio del cámping de Los Alfaques, las inundaciones de Biescas, y un tratamiento periodístico muy crudo con fotografías que "hoy serían impensables". No había filtro, recuerda.
Tuvo esta tragedia muy presente y necesitaba expresarla alguna vez en forma literaria. Y finalmente encontró el formato, indica. En ningún caso relata como historiador o periodista el suceso sino que, sobre este hecho "real y doloroso", unos personajes de ficción interpretan "de una manera íntima, personal, privada, lo que les ocurrió a otros en la vida real". Un enorme dolor colectivo, recuerda.
Lo hace a través de Nicaso, quien ya jubilado, acude todos los jueces al cementerio a visitar la tumba de su nieto, y a través del testimonio de la madre del niño, Mariaje, que muchos años después relata la crónica objetiva de lo que le ocurrió a la familia.
"La novela consiste precisamente en mostrar las distintas reacciones de las personas con respecto a un hecho trágico, es decir, les ha ocurrido algo muy doloroso y cada uno de ellos, conforme a su psicología, a su experiencia de la vida, a su situación personal, desarrolla deliberada o instintivamente una estrategia para convivir con lo ocurrido, para relegar todo al último rincón de la memoria para intentar superarlo".
Aramburu aborda también cómo las víctimas son conscientes de que a la gente no le gusta "rozarse" con ellas: "Creo que esto es muy propio de la especie humana", indica.
No cree que haya víctimas de primera o de segunda sino que, asegura, lo que cambia es la perspectiva, que dará mayor relevancia a unas u otras. Ocurre, dice, estos días cuando se habla de "treinta y tantos mil muertos" en Gaza. "Es un número, un número terrible y puedo hacer un esfuerzo para poner caras, pero no a treinta y tantas mil personas, eso es imposible".
Y ¿por qué se da más importancia al asesinato de los cooperantes del World Central Kitchen (WCK)?. "Porque se les ha puesto nombre. Yo he visto las fotos, han sido humanizados, no son una cifra, entonces, al ser humanizados, al tener de pronto nombre, rostro, circunstancias personales, me puedo conectar emocionalmente mucho mejor".
Por eso, dice, la literatura puede hacer "un poco": "Los novelistas estamos inducidos a devolver el rostro, las circunstancias concretas, personales de las personas que hayan sufrido algo".
Sus personajes de ficción son "piezas de un mosaico general, unas piececitas en forma de vidas privadas que constituyen novelas o relatos", siempre con gentes corrientes que son las que seguirán protagonizando sus historias, asegura.
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