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El año de Fernanda

Fernanda de Utrera | Centenario

El 9 de febrero de 2023 se cumplirán los primeros 100 años de la más grande cantaora por soleá de la historia del flamenco

Fernanda, izquierda, con Bernarda, Rancapino y Agujetas, El Puerto de Santa María, 1996. / José Antonio Tejero/Grupo Joly

Fernanda de Utrera es la más grande soleaera de la historia del flamenco, tanto si hablamos de cantaoras como de cantaores. Por eso creemos que todos los años son el año de Fernanda Jiménez Peña, porque se trata de un nombre fundamental del flamenco. Fernanda nació en el seno de una familia de cantaores utreranos, los Pinini, siendo su más destacado intérprete su abuelo El Pinini que, pese a que no fue profesional, que sepamos, ha pasado a la historia como el creador de unas cantiñas con nombre propio. También la hermana de Fernanda, Bernarda de Utrera, fue cantaora. De hecho, siendo dos caracteres muy diferentes, en lo artístico y en lo personal, sus trayectorias están ligadas porque siempre viajaron juntas, siempre cantaron juntas, siempre grabaron juntas hasta que la muerte las separó el 24 de agosto de 2006. Bernarda le sobreviviría apenas tres años.

Fernanda de Utrera, en unión de su hermana Bernarda de Utrera , saltó al primer plano como consecuencia de su participación en Duende y misterio del flamenco (1952) de Edgar Neville, lo que propició su rápido ascenso al Olimpo flamenco de incipientes tablaos, concursos y festivales. Fueron contratadas por el Duende y Zambra, pasando luego a otros tablaos de Madrid. Participan asiduamente en los festivales de su zona: el Potaje, el Gazpacho o la Reunión de Cante Grande. Ambas fueron premiadas en el concurso del Córdoba (1957) y Fernanda obtuvo también un galardón en el Concurso Antonio Mairena de Mairena del Alcor (1966). En los 60 visitaron la Feria Mundial de Nueva York (1964) como parte de la compañía de Manuela Vargas, en la que militarían varios años. Su cante eclosionó maduro aunque aún se iría consolidando con el tiempo, afianzándose en una misma dirección, casi en un único estilo, aunque practicó otros. Fernanda de Utrera ha hecho un monumento del cante por soleá, personalísimo sobre la base del legado clásico, en especial el de La Serneta. Convirtió la serenidad de las soleares en puro dramatismo existencial sin perder su sentido del equilibrio, sin sacarlas de su ámbito. Dramática lucha expresiva con sus propias facultades. Del mínimo extrae la máxima emoción, esa es su lección artística. Timbre poderoso, metálico y pleno de cálidos colores. Portentosa en las coplas de remate, en que su voz se torna absoluta, un milagro. Por eso, aunque el tiempo mermó su ya de por sí corto registro, esta eventualidad no menoscabó su mensaje. Así lo pudimos apreciar en Flamenco (1995) de Carlos Saura (la utrerana participó en las dos más importantes contribuciones del cine al flamenco), en el que es acaso el momento de más emoción del film: en un plano fijo, notarial, desmenuza esa soleá suya tan necesaria desnuda de artificios y recursos técnicos, casi sin voz, en el puro esqueleto del cante.

Desde su irrupción el mundo flamenco se rindió a su rajo sucediéndose los reconocimientos, tanto en el ámbito jondo (Premio Nacional en Córdoba, 1957, junto a su hermana, Compás del Cante, 1989) como en el meramente institucional (Hija Predilecta de Utrera 1994 y de la provincia de Sevilla, 2006, Medalla de Plata de Andalucía, 1994).

La soleá es un cante ligado históricamente a nombres de mujer (La Andonda, La Serneta, La Fernanda). El arte de la soleá representa uno de los cúlmenes del flamenco. La seguiriya representa (significa) la tragedia, el desgarro inmediato, de ahí que su música se sitúe cerca del puro grito, la rabiosa respuesta directa al dolor. La soleá es este mismo dolor pero recocido por el carácter circular de su compás y su melodía. Un dolor ordenado, que exige el necesario aplomo para seguir respirando, que no conduce a soluciones extremas (¿la muerte?) pero que resulta más intenso porque se prolonga en el tiempo y se instala en nuestra vida cotidiana. La soleá, dicha en la forma tan consumada en la que lo hace Fernanda de Utrera, es una situación límite pero como consecuencia de una búsqueda, necesaria después de la tragedia. La necesidad de reencontrar el equilibrio: situación límite matizada y enaltecida por el tiempo. La tragedia, sí, pero incorporada a la vida: el drama. La rabia se hace resignación en el cante de Fernanda. El puro grito resbala al quiebro, al silencio. Y ¡qué coplas de cambio, qué recortes, qué silencios los de Fernanda! Un arte, el de la soleá, más senequista que sofocleo, más estoico, más filosófico, más contemplativo y hogareño. Más íntimo que activo. Más hacia adentro que hacia fuera. Más femenino que la viril respuesta inmediata, el empellón violento de la seguiriya. El arte es creación, no puro sentimiento, reflexión al fin y al cabo, de ahí que se exija algún equilibrio con el mundo. No síntesis, ni respuesta o solución, sino equilibrio. No es respuesta visceral sin más. Por eso la melodía y el compás, la copla y el espíritu de la soleá, que en Fernanda de Utrera alcanza su máximo histórico, resume lo mejor de este arte.

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